Razones para conducir liviano

Razones para conducir liviano

RAZONES PARA CONDUCIR LIVIANO



¿Quién los ve andar por la ciudad si todos están ciegos? (…)

JULIO CORTÁZAR,
Los amantes

Nunca olvidaré cuando me acompañaste durante el trayecto a Oporto. Aún me conmueve el aire acondicionado que orquestaba tu risa, las miradas cómplices de reojo, ese iris azul despistando la conducción. O tal vez, la seguridad que luego transmitían tus palabras, el ronroneo cómodo del cambio de marcha, mi radio vieja sonando tus recuerdos de «Querer Querernos». Eran tactos que confundían el paisaje. Consumaban un destino. Nos transportaban a la carretera que aún no existía. Me contabas cuánto te gustaba el dulzor del vino porteño, que conocías bien el local de uvas y fados al que me llevarías tras la llegada, que encajaríamos unas cuantas copas y seguiríamos riendo. Justo pensé que no quería, que estaba bien, que me plantaba allí, en ese coche, contigo en ese momento. De pronto y porque la música seguía sonando, el tiempo dilataba el espacio, el asfalto se alejaba, los camiones enmudecían y la vista ya no alcanzaba señales ni semáforos; la gasolina pareció innecesaria ante la levedad. Al principio me dijiste que era normal, que ya te había sucedido alguna vez durante esas primaveras que asisten el amor adolescente. —La conducción y los comandos funcionan igual —repetías disimulando el sonrojo—. Nunca te confesé que para mí tampoco era la primera vez. Hubo ocasiones en las que experimenté un par de palmos, breves centímetros de elevación, nada que no pudiera confundir en sueños (los viajes oníricos no distan tanto de los de ensueño). Esta vez era especial. Esquivábamos pájaros y las mariposas que volaban con fuerza por las vísceras, el esófago y la boca sabían que no dormíamos, que podían saltar para encontrarse. Subíamos más allá de la vista de los conejos. Temía que así el camino se hiciera corto, necesitaba recrearme en las curvas innecesarias y los desvíos, en las nubes ya conocidas. Aunque atravesáramos su humedad, aunque ya precipitara su lluvia, yo surcaba y volvía a surcar las nieblas altas al tempo de nuestra conversación. En el fondo lo agradecías. Me reconociste que había sido rápido; era el primer viaje y al bajar la vista ya veías casitas y montañas en miniatura. ¡Como en una maqueta! —exclamaste—. Nunca las habías visitado desde esa cota. El aire era fresco y me obligabas a bajar la ventanilla. Te dije que era una persona con vértigo.

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