Era de noche, y en el coche sonaba un “Hotel California” que olía recuerdos de chicle de menta, a volantes y a fiestas de pueblo, en una radio que a veces iba, a veces venía, y otras veces se mezclaba con la voz de un locutor de radio trasnochado. El coche, de un carmín desgastado y ceniciento, se estaba quedando viejo, pero todavía no lo era, como esos ancianos que se niegan a reconocer en el espejo las manchas marrones en su cara. Hacía tiempo que Malena tampoco se reconocía a sí misma.
—¿Así que vas a Barcelona por trabajo? –preguntó la conductora, tan mayor como el coche.
—Sí. –Mintió Malena. No tenía trabajo, ni casa, ni novia. Los había perdido todos, poco a poco, como las notas que se deshacían en la radio, y volvía con sus padres.
La anciana intentó de veras sacarle conversación, pero Malena, simplemente, no estaba de humor. Entonces, un bache.
—¿Qué ha sido eso? –preguntó la conductora, disminuyendo la velocidad del coche. —¿Paramos?
—¿Para qué?
—¿Y si se ha pinchado una rueda?
—Pero el coche va bien, ¿no?
—Eso no parecía una rueda, no, no. Parecía algo, en el suelo. ¿Y si había algo ahí que hemos pisado? –La anciana parecía cada vez más acelerada, mientras su coche se desaceleraba.
—¿Algo? –preguntó Malena. —¿Algo como qué?
—Un animal, por ejemplo. Pobrecito, ¿y si hemos atropellado a un ciervo y no lo hemos visto?
—¿Y si era una persona? –dijo Malena. Ni siquiera supo por qué, y se horrorizó pensando en aquella posibilidad con cierta esperanza. Aquello, sin duda, les retrasaría muchísimo su llegada a Barcelona.
—Voy a dar la vuelta.
En la primera gasolinera que vieron, la anciana dio media vuelta. Deshicieron el camino durante cinco minutos, luego diez, quince por si acaso. No había absolutamente nada. ¿Un bache? Pues claro que era un bache. ¿Qué si no? Se detuvieron en un lateral, con los chalecos de emergencia y las luces del coche encendidas, y revisaron las ruedas. La anciana, para sorpresa de Malena, se fumó no uno, sino dos cigarros, y le contó que una vez, en Ucrania, atropellaron al perro de su ex marido, que era ajedrecista famoso y un capullo, y contó una historia sobre ajedrez, vodka y bolígrafos fosforitos que dejó a Malena riendo a carcajadas entre humo, baches invisibles y un olor a menta que quedó olvidado en Madrid.
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