La única manera para llegar al primer pueblo vecino al caserío costero donde vivía Lucrecia, era un carro compartido. El chofer daba vueltas por la calle principal hasta completar el cupo. A decir la verdad, algunas veces lo superaba. El baúl siempre iba cargado y amarrado con cuerdas.
Ese día Lucrecia debía ir al único banco donde los habitantes de los pequeños pueblecitos cercanos podían retirar dinero. Salió caminando a la carretera, pero pasados treinta minutos el carro encargado de realizar el trayecto no apareció.
De repente, y haciendo mucho estruendo con la frenada, se detuvo un viejo camión, le ofrecieron llevarla. Lucrecia, sin pensarlo, tomó la mano que le extendían desde arriba y de un salto se encontró entre canastos y gallinas con las patas amarradas. Sintió el impulso de desatarlas, cambió de opinión cuando encontró la aterradora mirada del dueño y un temblor estremeció su cuerpo .
En el otro lado del planchón, un grupo de siete niños con uniformes se reían, hablaban y cantaban.
El conductor parecía sacado de una caricatura: nariz grande, pelo negro y abundante que caía sobre sus ojos, una quijada pronunciada y afilada. Cada cierto tiempo asomaba su cabeza por la ventana, girándose hacia sus pasajeros. Gritaba sin bajar el volumen de la música: «No se acerquen al borde, las curvas son peligrosas». Los niños se miraban y reían a carcajadas.
Justo en el centro del camión, dos indígenas de los que visten de blanco y viven en la Sierra Nevada estaban sentados en uno de los bultos de yuca y ñame que llevaban. Encima de otro reposaba plácidamente un perro con el pelaje opaco, bajo el polvo que lo cubría se vislumbraba su color dorado. De vez en cuando ladraba a los colegiales como respondiendo a sus juegos.
En uno de los bordes laterales, sentado con las piernas hacia afuera, un borracho no paraba de hablarle al dueño de las gallinas, quien escasamente le respondía.
De nuevo el estruendo de la frenada, el camión se detuvo bruscamente, todos rodaron hacia delante, Lucrecia cayó encima de uno de los bultos de yuca y se encontró frente al hocico del perro. Miraba perpleja, y con una gran sonrisa pensaba que un par de años atrás no se habría imaginado estar en una situación similar y mucho menos disfrutarla.
Una vez abajo retomo el equilibrio, empezó a caminar y se preguntó: ¿Qué traerá el regreso?
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