El coche avanzaba por la carretera desierta, envuelto en la niebla espesa que devoraba las formas y los colores del paisaje. Íbamos cuatro en el asiento trasero y el chofer, un hombre de mirada fija y manos tensas, en el frente. Ninguno de nosotros se conocía, salvo por la casualidad de haber aceptado compartir el viaje hasta la próxima ciudad. No habíamos dicho nuestros nombres; en cambio, nos observábamos a través del reflejo de la ventana o de los espejos, como si buscarán en los rostros ajenos una pista sobre nuestro propio destino.

La mujer a mi lado llevaba un vestido blanco, delgado, que parecía flotar con cada sacudida del coche. Miraba sus manos, girando un anillo dorado como si intentara recordar algo, o tal vez olvidarlo. El hombre frente a mí llevaba un sombrero de ala ancha, y sus ojos, oscuros y serenos, eran como pozos que tragaban cada palabra no dicha. El último pasajero, un anciano con barba gris, tarareaba suavemente una melodía que nadie reconocía. Su mirada vagaba por la ventanilla, como si buscara algo entre las sombras móviles de los árboles.

—La niebla es como un sueño —dijo la mujer de blanco, rompiendo el silencio. Su voz era suave, lejana, como un eco de otro tiempo.

—O un laberinto —respondió el hombre del sombrero, sin apartar la vista de la carretera. —A veces pienso que, aunque creamos avanzar, en realidad estamos atrapados en círculos.

El anciano sonrió, una mueca casi invisible en su rostro curtido. —No importa cuántos círculos recorramos, siempre hay un destino que nos espera —murmuró, y sus palabras se perdieron en el murmullo del motor.

Nos quedamos en silencio, como si todos hubiéramos comprendido algo que no podía explicarse con palabras. Sentí una inquietud en el aire, un presentimiento de que la niebla ocultaba más que el paisaje. A lo lejos, se distinguía un resplandor, como un faro, o quizás una hoguera. Por un momento, pensé que el coche giraría en otra dirección, pero el chofer siguió recto, con una expresión que sugería que él también estaba siendo guiado por algo invisible.

Entonces, lo supe: aquel viaje no tenía fin, o tal vez lo había tenido hacía mucho, y nosotros, pasajeros sin nombre, seguíamos rodando por un camino que sólo existía en el reflejo de nuestros propios miedos.

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