Mi amiga Aída y yo, después de pasar unos días maravillosos en las Cataratas del Iguazú, Argentina, decidimos ir a la ciudad de Posadas. Pero no conseguimos pasajes de bus para viajar ese día. Nos ofrecieron un servicio de Taxi compartido y, ante la acuciante necesidad, aceptamos.
Hicimos las últimas compras: Aída un ananá enorme; yo, un termo y una bebida gasificada de pomelo que trasvasé al mismo. Pronto llegó el taxi.
Antonio, el conductor, un joven alto, moreno y muy amable nos presentó a Hugo, un anciano vestido de traje y corbata que iba de copiloto, y a Sor Trinidad, una religiosa sonriente de atuendo gris, con la que compartiríamos el asiento de atrás.
Desde un principio, el viaje fue ameno. Pero, después de unas dos horas, el taxista anunció que se avecinaba una tormenta. Se interrumpió la charla. Enseguida observamos cómo avanzábamos hacia lo que parecía una mole oscura. Comenzó a llover. Antonio condujo bajo el diluvio hasta que el fuerte viento lo obligó a estacionar.
Toda el agua del mundo caía sobre nosotros.
Trinidad sacó un rosario y empezó a rezar en voz alta. Aída lloraba, así que la abracé temblando. Antonio y el anciano permanecían en silencio.
Después de una eternidad dejó de llover. Los hombres bajaron a limpiar el parabrisas y, cuando estuvimos listos para seguir, el auto no arrancó.
De repente, un estallido que se produjo en el piso del vehículo, hizo que todos gritáramos al mismo tiempo. Aturdida, miré hacia abajo. Un líquido espumoso con olor a pomelo emergía de mi bolso. Pasmada, observé cómo parte del aromático fluido se encaminaba hacia los pies de una Trinidad tensa y pálida, que apretaba el rosario contra su pecho.
Cuando me recompuse dije, casi en un susurro, que había explotado mi termo.
Después de unos instantes empezamos a reír: primero, bajito; luego, a carcajadas. Y así estuvimos durante un buen rato.
Todavía riendo, Antonio intentó encender el motor del automóvil y… ¡arrancó!
En el momento, pensé que ese auto era como un pequeño planeta de cuatro ruedas habitado, durante unas horas, por nosotros, todos aunados en la empresa común de contenernos y acompañarnos en la bonanza y en la adversidad. Era en ese universo rodante donde sucedía nuestra experiencia mágica e irrepetible; ésa que, en todo viaje compartido, siempre transcurre entre un «Hola» y un «Adiós».
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