…El registro es de veinte ciudadanos desaparecidos. La causa del hecho aún nos intriga —se escuchaba desde la radio de la furgoneta.

     El hombre golpeteaba el cuero del volante intentando mitigar su ansiedad, molestia que no perduró demasiado, puesto que pronto escuchó abrirse la puerta del acompañante.

     —El ojo de Teo —Dijo Juana, presumiéndole a su chico la esfera blanquecina con el iris de miel —, esta noche los dioses nos abrazan —concluyó estirándose hasta el asiento del conductor para colocar el ojo en el centro cóncavo del volante. Emanaba el iris una fantasmal aureola que sugería el viaje.

     Motor ya sobre la ruta, la primer ostentación se manifestó en las rejillas del salpicadero, desde donde emergían como víboras sinuosas prolongaciones de vegetación rematadas con frutos orientales. Juana comió de un ejemplar, pero con este acto Mateo se compadeció; luego de la ingesta, siendo o no ésta la causa, el interior del vehículo empezó a mutar; sus partes se rehacían de materiales primitivos que remitían a alguna clase de remoto y venturoso génesis.

     Después vino el fuego, la luz redentora que no los consumió por combustión, mas sí por miedo. Temerosos sintieron ambos los aromas a cocidas carnes manando desde la ventilación; vieron antorchas emerger frente a sus ojos; tocaron el bronce y el oro revistiendo los asientos y las puertas; de la radio oyeron el crepitar de las armas de fuego.

     Y el silencio se hizo presente… los invadió, imperante. Se bajaron de la furgoneta y reconocieron estar en el inicio.

     Insatisfechos volvieron a subirse, reiniciando la aventura. Llegado el fuego Mateo redujo la velocidad y, dejando el vehículo en marcha, volvieron a salir. Desconocían el paraje contemplado, pero veinte figuras de proféticas máscaras se reunían rodeando una incesante hoguera. Desde ella se cocinaban corderos, antorchas se encendían, se forjaban metales para el pueblo; ritos de gloria a la abundancia, a los bienes venideros de una patria inabarcable saciaban, no sin esfuerzo, a la llama.

     Mateo lo advirtió primero, y a su compañera se lo insinuó despues.

     —Mi Juana, observa el fuego.

     La llama figuraba un ser humano.

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