Ernesto y su mujer Amaya habían decidido ir con su hijo Gustavo, de cinco años en un viaje Blablacar desde Cuéllar a Segovia. Su coche estaba averiado e iban a casa de la madre de Amaya, pues estaba enferma. El Ford Mondeo gris llegó puntual, a las 6 de la tarde.
El calor era sofocante esa tarde de julio y Amaya se sentía un poco mareada.
El marido montó en el asiento delantero y la mujer y el niño ocuparon la parte trasera, junto a un hombre de unos sesenta años. Tras saludarse, Gustavo se ubicó en el centro, con una pequeña jaula que portaba un hámster, entre sus pies.
Alfredo, el sexagenario, vestía una camisa de flores y un amplio pantalón caqui de tela fina. Su barba de varios días y su pelo grasiento, con ese aroma a colonia fuerte que desprendía provocó cierta antipatía a Amaya.
Gustavo, se quedó dormido al instante y la música invadió el entorno. A nadie le apetecía hablar.
El tráfico era denso en la autovía.
Minutos después, Amaya notó como ese hombre, con aspecto de turista, empezó a tocarse la parte baja del vientre, con movimientos incontrolados.
—Pero señor. ¿Qué hace usted?—gritó la mujer escandalizada.
—Estoy notando algo, señora. No sé lo que me pasa, me pica muchísimo.
—¡Oh, Dios mío! Este hombre es un pervertido. El bofetón sonó con fuerza.
El marido echó la vista atrás y observó con espanto como el hombre se rascaba sin cesar y se agitaba sin control.
—Oiga, usted está mal de la cabeza. Deje de tocarse sus partes.
Amaya, imbuida entre el fuerte olor de su compañero, el tórrido calor y su malestar ante la situación se desmayó, inclinando la cabeza hacia la ventanilla.
—¡Papá! ¡Papá! A mamá la ha pasado algo—gritó el niño asustado, que se había despertado sobresaltado.
—Por favor, Roberto, pare el coche ahora mismo. Mi mujer está enferma y ese de atrás es un salido—el pánico cundía entre todos los del vehículo.
—Pero no puedo parar en medio de la autovía—repuso aturdido.
Por suerte avistaron un área de servicio y pararon. Amaya se repuso poco a poco y todos salieron del coche.
Gustavo cogió su jaula y observó que el hámster había desaparecido.
Entonces comprendieron.
Tras pedirle disculpas, los ocupantes se sintieron avergonzados.
—Otra como esta y me retiro—suspiró Roberto.
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