64358, matrícula de León… ¿dijeron que era un coche negro? ¿O azul marino?

64358, coche negro. ¿Le valdría aún el abrigo para este invierno? Ya se lo decía su madre, los niños crecen como el trigo…

Un hombre, vestido con una camisa que apenas cubría su ombligo, la saludaba con una sonrisa. «Todo va a ir bien», parecía decir. El coche arrancó y, con traqueteos, dejó atrás un hogar.

Castilla se despedía de la niña que jugaba al cascajo, se revolcaba en el heno y cazaba lagartijas. Escondida en la intimidad que solo da la tierra que nos ve crecer, soñaba con casarse y tener bebés rellenos de pan y leche. Dos malas cosechas acabaron con algo más que el trigo. ¿Qué nos espera si la única certeza es que todo puede empeorar?

Decidió emigrar, y su casa se convirtió en un torbellino de abuelas, madres, tías… mujeres que tejieron la red que la ayudaría a cruzar la frontera.

—Mi hijo hizo la mili con un hombre que ahora es chófer— dijo una mujer de luto, todo bastón y pena, que, tras mucho averiguar, consiguió para ella un viaje hacia la prosperidad.

Se entreveía un vestido de raso; otro hogar perdía una madre. La noche cobijaba la llegada del coche mientras la otra mujer se repetía:

—64358, coche negro.

Desde la estepa castellana, las mujeres compartieron algo más que asientos. ¿Cuánto se puede estirar un abrigo? ¿Se podrán enviar cocidos por correo? ¿Y un abrazo? La emoción se apoderó de las dos, unidas por la casualidad y por una radio que entonaba a Manolo Escobar.

Juntas repasaron un francés muy «españolizado». Estaba claro que en ningún café de París sabrían identificar un “cortado”.

Avanzado el viaje, el chófer relató la muerte de su hermana, cómo el hambre y la guerra marchitaban a los niños. Poco después, fue Julia quien compartió su receta para una tortilla de patatas sin huevos ni patatas, mientras todos ignoraban el peso del hambre que cargan quienes la han vivido.

Cuando las luces extranjeras empezaban a brillar, un coche negro, lleno de personas que chapurreaban un francés cómico, aterrizaba en la novedad. La carga compartida ya pesaba menos y Julia solo podía agradecer la suerte de haber coincidido, de haber tenido menos espacio en el destartalado coche.

Maleta en mano, vieron pasar un taxi y Julia no lo pensó dos veces:

—¿Compartimos?

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