Levanté el tercer pasajero en una esquina de Caballito y, para pasar el rato, les propuse lo de siempre: contar historias a ver quién logra engañar al resto. Es un juego que se me ocurrió hace un tiempo, y la verdad, siempre funciona. Los pasajeros, que al principio se miran con desconfianza, terminan soltándose y riéndose entre ellos, algo muy útil cuando desconocidos comparten un viaje.
La primera en arrancar es una chica con una campera verde, dice ser veterinaria, pero no de perros ni gatos, sino de abejas. Según ella, viaja por toda Argentina salvando colmenas y dice que las abejas la reconocen como si fuera una especie de madre. Cuando termina, se ríe mientras asegura que todo es verdad, aunque otro de los pasajeros le pregunta si tiene carnet de “abejera”.
El segundo, un tipo de anteojos, se anima con una historia aún más loca: asegura que sobrevivió a un naufragio en el Delta del Tigre. Dice que el bote en el que iba se hundió y que pasó dos días abrazado a un tronco antes de que lo rescataran. Cuenta que cuando ya había perdido la esperanza, apareció un hombre barbudo idéntico a Jesús, el mismísimo hijo de Dios, según él, y lo guió hasta la orilla. ¿Quién mentiría con algo así?, preguntó serio.
El último pasajero es un pibe con gorra que se toma su tiempo antes de hablar. Finalmente, se aclara la garganta y dice que trabaja en una funeraria y que la cosa más rara que hizo fue organizar un velorio para un pez payaso. Detalló cómo le armaron un cajón a medida y dijo que hasta contrataron un cura para bendecir la pecera vacía. Las risas explotaron: ¡dale, flaco, esa no te la cree nadie! Pero él se quedó firme, sosteniendo su relato con dignidad.
Mientras avanzo por las calles de Buenos Aires, me aseguro de que sigan entretenidos. Yo me mantengo callado, escuchando, no quiero interrumpir el juego, y hago un par de desvíos estratégicos. Cada tanto chequeo el retrovisor: están todos demasiado concentrados debatiendo quién miente y quién no.
Cuando llegamos a destino, me dan las gracias, se despiden entre ellos como si se conocieran de toda la vida. Pagan contentos y, claro, ninguno se fija que les cobré más de la cuenta. Sonrío para mis adentros: siempre funciona.
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