De las aves que vuelan prefería al loro, hasta que a papá se le ocurrió, para ahorrar costos en uno de sus económicos veraneos en la costa, compartir un auto alquilado con los vecinos del séptimo: Inés, Poroto y el loro (porque con quién se iba a quedar, pobrecito)

A quién se le ocurre trasladar a un loro casi cien kilómetros en un 128 modelo 82 con capacidad para cuatro pasajeros cómodamente sentados, que acabará transportando a cinco, uno de ellos Poroto, que, ya sabemos, ocupa asiento y medio y viene pidiendo más.

A mí, la nena, cuyo cuerpo todavía no se le había ido de las manos, como ahora, que se ha vuelto francamente ingobernable, me acomodaron atrás, entre Inés y Poroto. Y el loro.

Papá al volante, como un engranaje más del 128 (creí vislumbrar una especie de amor erótico entre él y el auto; una vez se lo confesé a mi analista, me preguntó qué pensaba yo; nada, dije, yo no pienso nada, qué iba a decir)

Y mamá, a la derecha del Padre, cebando mate y haciendo como que acá no pasa nada, riéndose de las tonterías que decía Inés, del perenne malhumor de Poroto y festejando cada entrada en escena de Teto; un Teto mudo al partir, a los veinte kilómetros asomando su primer apagado papa, a los cuarenta repetidor de cada final de frase y desde los sesenta y hasta llegar a destino profiriendo un Tratado completo de procacidades.

Ni se te ocurra abrirle la jaula, menos con las ventanillas abiertas, dijo Poroto a la altura del kilómetro ochenta. Si querés, las cerramos. Para qué tuviste que abrir la boca, mamá. No, no quiero, con treinta y ocho grados a la sombra, metida con calzador entre estos dos seres intergalácticos, dentro de un habitáculo que hace más ruido que un rockero, cómo voy a querer, pensé. Pero, como le dije a mi analista, pensar para qué.

Con las ventanillas cerradas y el loro viajando por toda la nave espacial firmemente decidido a no cerrar más el pico (¿viste, Poroto?, ya entró en confianza), solo faltaba que Teto se hiciera encima mío. Y no faltó; el destino, que desde Edipo y los griegos es fatal como la flecha, sentenció que el señorito se desgraciara en mis rulos amorosamente construidos la noche anterior; aunque, reconozcámoslo, ya en el kilómetro veinticinco habían quedado desechos.

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