De fantasmas, monstruos y soñadoras

De fantasmas, monstruos y soñadoras

Viajo mucho por trabajo entre Toledo y San Sebastián y, en una ocasión, decidí aventurarme a compartir mi coche. Descargué una aplicación y se apuntaron tres pasajeros. 

De camino a Madrid recogí al primero: era un tipo aparentemente normal, parecía cansado. Aproveché y le dije que se durmiera, así nos evitábamos la conversación. El hombre cayó enseguida en los brazos de Morfeo, con la boca abierta y apoyado en la ventanilla. Sonreí, parecía dinero fácil. Sin embargo, enseguida un aire desgarrador comenzó a abandonar los bajos de su cuerpo. Duró más que una cola en el banco y fue más doloroso que entrar al baño después de mi padre. Bajé todas las ventanillas rápidamente. Sin embargo, el olor cada vez era peor. Paré el coche en su destino y me quedé observándolo a través del espejo retrovisor. No se movía ni un ápice. El muy canalla no parecía respirar ni tener reflejos musculares ante mis voces. Entonces lo tuve claro: había fallecido y se estaba descomponiendo a un ritmo vertiginoso dentro de mi vehículo. Cogí el móvil preocupado, pero un ruido me distrajo. 

En cuestión de un segundo, el muerto en vida había abandonado mi coche y se había subido el segundo pasajero en el asiento del copiloto: un hombre muy fornido, con mono de trabajo y barba de al menos veinte días. Lo único que me contó es que se dirigía a Dinamarca, a cortar abetos para Navidad con la motosierra que lo acompañaba dentro de su gran mochila. Durante el resto del trayecto el tipo no apartó la vista de mí, con unos ojos grandes e inyectados en sangre que me atravesaban como lanzas. Mis manos sudaban, esperando al menos un pestañeo que demostrara su humanidad. Pobres abetos, iban a encontrarse con el diablo. Sin embargo, aquel monstruo se bajó del coche, con esa mochila donde cabría un cadáver y me dio las gracias. 

Por último, compartí mi vehículo con una anciana que nunca había visto la playa y no paraba de hablar, muy emocionada. Me contó sueños imposibles que tenía por cumplir y sonreí para mis adentros, compadeciéndola. Hasta que días más tarde la vi haciendo surf en la playa de Zurriola. Aquello fue una señal, nunca más prejuzgué a nadie. Así que me compré un abeto danés en Navidad, para recordar también que incluso los muertos pueden volver a la vida de vez en cuando.

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