Mis amigas me habían cancelado. No tenía muchas opciones en aquel momento: podía quedarme y envejecer en la rutina o seguir adelante, sola. Decidí seguir. Seguir el camino que había planeado para nosotras, pero que ahora haría yo por mi cuenta. Y, ¿Qué mejor aventura que una donde todo sale contrario a lo planeado?
Debido a la baja de las chicas, perdí el vuelo y quedé varada en esa inmensa sala de aeropuerto, llena de personas que iban y venían. Algunos descansaban, otros hablaban, bebían o comían. No me gustaba quedarme con las ganas de nada, así que accedí a internet para buscar la forma más rápida de llegar a mi destino. Fue entonces cuando encontré algo novedoso: un coche compartido. Curioso, innovador y, sobre todo, la solución a mis problemas del momento. No lo pensé mucho y acepté la oferta.
Al final, resultó ser algo parecido a un colectivo, ya que el coche recogía a distintas personas y las acomodaba en su interior. Me sentí un poco incómoda al principio, como si hubiese subido al coche de un desconocido con más desconocidos. Pero mientras hablábamos y compartíamos el trayecto, algo cambió. Esas personas, que no conocía de nada, me ofrecieron su mano y un espacio en esa pequeña comunidad nómada temporal. Poco a poco, comenzamos a parecernos más a una familia que a un grupo de extraños.
El viaje en coche me trajo recuerdos de cuando era niña, viajando con mis padres. Contábamos vacas en los campos y jugábamos a adivinar el color de los coches que venían de frente. Entre risas y conversaciones, el paisaje desfilaba ante nuestros ojos. La sensación de libertad me embargaba, como si el camino fuese un suspiro interminable.
Cuando llegamos a nuestro destino, no quería que la aventura terminara. Todos estábamos tan emocionados por los momentos compartidos que decidimos acampar juntos. Sentados alrededor de una fogata, bajo un cielo estrellado, compartimos historias de nuestras vidas, reímos y soñamos con nuevas aventuras.
Lo que comenzó como un viaje solitario y sin grandes expectativas, terminó convirtiéndose en una experiencia mágica. Encontré, casi por azar, una familia improvisada que, con tan solo unas horas, música, un coche y un paisaje, me acarició el alma. Sin planearlo, descubrí que lo que realmente necesitaba no era el destino, sino el camino y los amigos que surgieron de la nada, para acompañarme en esa inolvidable travesía.
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