Camino agitado

Camino agitado

Dante Marlowe

13/10/2024

Los cuatro estábamos apretados en el coche, demasiado silencio para mi gusto. La carretera se extendía ante nosotros como una línea infinita, y aunque trataba de concentrarme en el volante, no podía evitar sentir la incomodidad que emanaba de mis pasajeros.

A mi derecha, estaba Esteban. Siempre tan seguro, tan confiado. Me indicaba constantemente qué hacer, cómo manejar.

—Gira a la izquierda en el siguiente cruce —dijo, sin apartar los ojos del camino.

Sabía que no era necesario girar, pero su voz tenía un peso que me hacía dudar. De todos modos, seguí recto.

—Te estás equivocando —repitió, con un tono más seco.

En el asiento trasero, Mariana no paraba de quejarse. Su voz era más aguda, casi irritante.

—Este camino es un desastre. ¿Cuánto falta? ¡Llevamos horas dando vueltas!

—Mariana, si no te gusta, te puedes bajar —dije, más irritado de lo que pretendía.

—Es que él nunca te escucha, ¿te das cuenta? —se quejó Mariana, dirigiéndose a Esteban—. Siempre decide solo.

La incomodidad aumentaba. Los miraba de reojo por el espejo retrovisor. En la esquina del asiento, apenas visible, Lucas no decía nada. Solo observaba en silencio. Siempre tan callado, tan calculador. A veces pensaba que ni siquiera estaba allí, pero de alguna forma sabía que no podía ignorarlo.

—Estás perdiendo el control —dijo de repente, con una voz baja y susurrante.

Algo se revolvió en mi estómago. Respiré hondo, tratando de enfocarme en la carretera. Las señales pasaban como un borrón, y mi mente seguía girando, tratando de hacer caso a todos, pero sin lograrlo del todo. Cada uno tiraba en una dirección distinta.

—¡Es tu culpa! —gritó Mariana de nuevo—. ¡Deberías haberme escuchado!

—No tiene sentido discutir —murmuró Esteban—. Lo arruinó todo, como siempre.

—Deberías dejar que yo maneje —propuso Lucas desde la oscuridad del asiento trasero.

Mi mano tembló en el volante. El sudor comenzó a resbalar por mi frente. El silencio se hizo espeso de nuevo, como si el aire se hubiera congelado. Nadie decía nada, pero las voces seguían rebotando dentro de mi cabeza.

Finalmente, sin poder soportarlo más, detuve el coche.

—¿Qué es lo que quieren de mí? —pregunté, mirando al frente.

El coche estaba vacío.

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