Era mi primer viaje en coche compartido. Todo parecía prometedor: destino Toledo, con desconocidos interesantes. «¿Qué podría salir mal?» Claro, interesante puede significar muchas cosas, desde una charla sobre la vida hasta un secuestro. Pero yo, con total ingenuidad, pensé: «Va a ser divertido, gente simpática, música chill…». La vida, como siempre, redefinió “interesante”.
El conductor era Mario. Llegó hablando solo, me mosqueé, pero cuando abrí la puerta vi a su interlocutor: era Gordo, su copiloto. Parecía un enorme cojín con patas encadenado a algo que emulaba a un arnés, pero en realidad era un gato esparcido en el asiento delantero, tan inmóvil que aparentaba estar en coma. «Este es Gordo, yo conduzco y él me da indicaciones». Sí, el viaje prometía.
Subí al coche y me acomodé detrás de él. Empezaba a asumir lo peculiar del viaje cuando llegó Estela. Ahí entendí que este viaje sería de otro nivel. Traía una caja con agujeros y, dentro, una tortuga llamada Chispa. «¿La llevas de vacaciones?», le pregunté. «No», respondió seria, «la llevo a Toledo a ver al mejor especialista en tortugas del mundo. La ha salvado tres veces. La última vez le hizo reiki y Chispa alcanzó el nirvana».
Finalmente, subió la abuela de Toledo. En un abrir y cerrar de ojos tomó el control. «¿GPS? ¿Para qué? A Toledo voy desde que los visigodos eran un rumor». Cada vez que el GPS hablaba, ella lo corregía. «Gire a la derecha», decía la voz. «¡Ni se te ocurra! Por ahí acabas en Mordor», advertía la abuela. Y Mario miraba a Gordo, pero le hacía caso a la abuela.
Todo iba bien hasta que Chispa se escapó de su caja. Gordo, por primera vez, mostró interés. «¡La tortuga está estresada! ¡Necesita aromaterapia!», gritaba Estela. Mario intentaba calmar a Gordo y atrapar a Chispa, mientras daba volantazos.
Tras un caos de gritos, Chispa cayó entre mis piernas. Estela se lanzó con tan mala puntería que su mano aterrizó en mi entrepierna. El impacto fue de tal violencia que el aire salió de mis pulmones en un suspiro. Aturdido por el dolor, solo alcancé a oír los últimos gritos antes de que Chispa regresara a su caja y Gordo se acomodara en su asiento. Al llegar a Toledo, aún recuperándome, la abuela sonrió triunfante: «Te lo dije, sin GPS llegábamos antes».
Yo solo pensé: Esto es BlaBlaCar. Siempre una historia que contar.
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