A primera vista me pareció un tipo esmirriado y sin fuelle. Puntual, eso sí. Faltaban siete minutos para las diez y él ya estaba allí, con su chaqueta vaquera de puños gastados y su bolsa de deporte naranja, en la rotonda de Plaza Cataluña. Me sonrió dándome la mano antes de acomodarse en el asiento del copiloto:
– Sergio, de Archena (Murcia), encantado.
Encantada me quedé yo poco a poco, cuando la conversación se fue desplazando de los tópicos iniciales (el tiempo, las veces que habíamos compartido coche, el porqué del viaje) hacia otros temas menos habituales como los colores del otoño o los miedos que nos habían marcado de pequeños. Se ofreció a pinchar música desde su cuenta de Spotify y puso banda sonora a un emocionante recorrido de introspección por nuestras distintas etapas vitales en el paisaje casi invariable de la A3.
A partir de ese sábado hicimos juntos 77 Madrid-Archena más. Yo le dejaba en la salida de El Empalme y seguía mi camino a Murcia.
En el viaje número 78 decidimos casarnos. Me pidió matrimonio en el área de servicio de Los Abades, en Albacete. Con un anillo posado junto a un miguelito y ante la presencia de dos viajeros más que acabábamos de conocer. Nos explicó a los tres que lo hacía así porque esa gasolinera y las compañías azarosas eran el contexto de nuestra relación. Le dije enseguida que sí, ante la mirada atónita de los otros pasajeros, que aplaudieron divertidos el gesto y lo fotografiaron para Instagram.
En la lista de invitados decidimos incluir a muchas de las personas que nos habían acompañado en las bajadas a Archena. Algunos se sorprendieron, pero aceptaron su papel clave de testigos de una historia de amor forjada en los asientos delanteros de un Kia blanco. Tres de las doce mesas de la boda acabaron siendo de usuarios de coche compartido. En ellas la conversación fluía, desde los entrantes hasta los postres igual que en la carretera, con una armonía que las mesas de familiares y amigos vigilaban de reojo sin entender.
Vivimos nuestra historia de amor más de catorce años, lo que tuvo que durar.
Eso sí, jamás llegué a confesar a Sergio que, después del primer sábado, yo nunca había tenido, en realidad, la necesidad de bajar más a Murcia. Lo hice solo para poder seguir conversando con él. Nunca me arrepentiré.
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