Habíamos dejado de vernos cuando él marchó a la Universidad y yo estudiaba ya Biología en una facultad lejana a la suya, de esas lejanías insalvables hasta con viajes holgados. Éramos inseparables en el instituto, mi hermano, le decía, me ayudaba con todo. En aquel entonces no noté su falta, porque sobre mi vida errática cayó de golpe un acervo de temas que debía conocer y, además, trabajaba para pagar el alquiler de mi habitación de estudiante. Ambos éramos de pueblo y los dos nos asfixiamos en la ciudad como hormigas en un labrantío demasiado extenso. En esos espacios, uno se sienta y llora solo.      

Pasaron los años y los dos nos hicimos mayores a toda vela. Él se casó con una chica que apenas conocía; yo tuve varias relaciones que no llegaron a nada. Él tuvo hijos; yo fui probando con la vida de soltera en piso de soltera con manías de soltera. No me di cuenta de que me había vaciado por completo hasta que enfermé y tuve que borrarme de ese esquema donde la gente tiene nombre y apellido porque es indispensable para el funcionamiento del Universo. También desaparecí de la agenda de muchos hombres y mujeres que antes me admiraban con magnetismo poético. Supe entonces que la vida no era eso que nos acompañaba para construir el tiempo, sino aquello que nos alcanzaba y luego dejábamos ir y volver o quedarse para salpicarnos, a veces hasta el fondo, otras, solo unas motas.

Un día en que solicité un viaje por BlaBlaCar con un chico llamado Juan, me reencontré con mi niña adolescente. Nunca me fijaba en las fotos del perfil de la APP, solo buscaba que el conductor respetase las normas de seguridad y que transmitiera confianza, lo que venía a ser igual que ganar un rato de vida en compañía no vencida. No sabía que ese Honda rojo era el suyo y que aquel Juan era el hermano que en su día dejé evaporarse. Habían pasado las contingencias necesarias para estremecerme de felicidad cuando lo vi asomar por la ventanilla. Cuánto lo echaba de menos. Nos abrazamos como niños recién nacidos, puros, llorosos, hasta que la vida protestó con un claxon porque estábamos ocupando la calzada. Esa vez, ese instante, no respetamos ninguna norma: invadimos el infinito con las nuestras, con esa pasión erizada que conocía y reparaba la culpa de estar ausentes.

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