Vivo en un pueblo pequeño, demasiado para que las comunicaciones funcionen, ni siquiera sin fluidez.
Me encanta viajar. Adoro cualquier destino: los aires nuevos aportan frescura a la existencia, despiertan la curiosidad de la infancia y el agradecimiento sincero a la vida.
No soy joven, mi perfil no es el de la chica activa que coge el BlaBlacar con asiduidad. Cuando llega el conductor, me pregunta en ocasiones si mi hija está por venir. Ataviada con mis vestidos de postureo, arregladita y formal, se diría que espero un taxis rumbo a un acto social o a un funeral .
Pero BlaBlacar es mi gran aliado. Si existe disponibilidad por mi parte, un mundo inexplorado se postra a mis pies.
Los conductores han sido fantásticos. He viajado felizmente rodeada de personas amables. Puntualmente me he sentido la estudiante que fuera en otro tiempo, aunque entonces viajara en una furgoneta convertida en taxis, que un vecino del pueblo usaba para llevar a los escasos universitarios rumbo a la capital. Después de un mareo perenne por despiadadas carreteras, llegábamos maltrechos a nuestro destino.
En BlaBlacar viajo como una reina: conversación agradable, rapidez y eficiencia, vida social sin artilugios. Mi filosofía pretérita está satisfecha .
En una ocasión sentí cierto reparo al subir a un vehículo. Al volante iba un chico enlutado y enjuto, envuelto en tatuajes desteñidos, a modo de goma de borrar usada. Me recibió su nariz prominente, taladrada de aros plateados. El lóbulo de sus orejas era una ventana abierta al mundo, del diámetro de una nuez. Su lengua, salpicada de tachuelas, burlaba a la desnudez.
Era evidente que no renunciaría a mi viaje y subí al coche.
Mi marido me despidió santiguándose en la gasolinera, mientras yo embarcaba en aquel vehículo empolvado rumbo a un destino incierto.
Grata sorpresa la mía y merecida bofetada del destino. Tras la desconcertante apariencia, descubrí a un muchacho graduado , culto e inteligente, con un bagaje profesional y humano impropio de su edad. Consagrado viajero y gran orador. Un chico casi perfecto si sus mascotas no hubieran sido un par de ratas enjauladas que chillaron como yo al conocernos.
Fue un viaje singular y especialmente breve, salpicado por acuciantes llamadas telefónicas de mi marido, que velaba en la distancia por mi integridad.
Espero que el devenir del tiempo y sus casualidades, me permitan seguir aprendiendo lecciones de vida como pasajera de BlaBlacar.
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