El coche rugía sobre la autovía, Madrid quedaba atrás y el Bierzo nos esperaba, cada uno con sus planes y sueños. Al volante iba Ernesto, el conductor que había encontrado en BlaBlaCar; a mi lado, Clara, una chica que emprendía el Camino de Santiago, ansiosa por mantener su itinerario milimétrico. Yo, en el asiento trasero, improvisaba bromas, intentando que el ambiente fuera más distendido. Lo sentía en el aire: esta aventura podía complicarse en cualquier momento.
Y así fue.
En mitad de un pueblo perdido de Valladolid, el coche lanzó un gemido metálico. Ernesto frunció el ceño, apretó los dientes y, de repente, un crac que hizo temblar hasta mi alma. “¡La cadena de distribución!”, gritó, como si eso fuera suficiente para explicar el desastre. Clara, más pálida que un peregrino sin agua, miraba su reloj con el pánico de quien ve cómo su preciado itinerario empieza a desmoronarse. “¿Ahora qué?”, murmuraba mientras revisaba su plan de etapas, como si las líneas pudieran cambiarse con magia.
Intenté suavizar el ambiente: “Bueno, al menos hemos tenido una parada cultural… ¡en la nada más absoluta!”. Nadie rió. No era mi mejor chiste, pero alguien tenía que hacer el esfuerzo. Entre llamadas a la grúa y a la asistencia, el tiempo se volvía pegajoso. Pero entonces, como en las grandes epopeyas, apareció el héroe inesperado: el mecánico del pueblo, quien, con voz grave y manos engrasadas, nos aseguró que estábamos fuera de combate, pero que habría un coche de sustitución en camino. Una odisea mecánica digna de los cantares de gesta.
Horas después, el sol se estaba despidiendo cuando finalmente llegó el coche de repuesto, como un corcel resplandeciente, listo para llevarnos a nuestro destino. Ernesto, Clara y yo, exhaustos pero aliviados, retomamos el viaje. Y al final, contra todas las expectativas y con el Camino de Santiago intacto, llegamos al Bierzo, más héroes que viajeros, con una historia épica que contar.
Porque, después de todo, ¿qué es un buen viaje sin una pequeña aventura?
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