Cuando quedé viuda mi psicoanalista me dijo que debía conocer desconocidos. Era una prescripción médica y para mí tenía el valor de tomar un medicamento.
Para una persona de mi edad no era fácil la indicación. Luego de tantos años de matrimonio y con una fobia social que me salía por los poros era lo mismo que escalar al monte Everest.
Lo primero que hice fue anotarme en un gimnasio. Duré dos encuentros. Mucho musculito y buena onda pero nada de eso me parecía divertido. La bicicleta fija no era para mí. Quietud y transpiración; para eso me quedaba en casa mirando por la ventana.
El segundo intento fue inscribirme en un club de lectura. Era un taller que coordinaba la profesora Marolio; toda una eminencia. Todos se drogaban antes de empezar; era un ritual que me quedaba lejos. Nunca había probado el alcohol y menos la marihuana. Me miraban como bicho raro y me tuve que ir.
Después me apunté en una academia de tango, en un campeonato de backgammón y por último me decidí a viajar en un Crucero por el Caribe. Nada funcionó.
Mi psicoanalista no dejaba de mostrarme los beneficios de estas nuevas experiencias pero yo estaba negada a todo.
Hasta que un día, como no funcionaba mi auto, tuve que compartir un vehículo con desconocidos. Parecía un grupo que ya habían viajado muchas veces. Había familiaridad entre ellos y fueron muy amorosos conmigo. Mi manera de presentarme fue casual; empecé a hablar de mi gata Frida. Cuando llegué a destino no quería bajar.
No sabía cómo podía retomar el contacto con los distintos miembros del grupo y mi estrategia consistió en pedir el mismo auto, en el mismo horario al día siguiente. Cómo amuleto de la suerte llevé a mi gata en una caja. Para mi sorpresa nuevamente encontré a los mismos tripulantes del viaje. Cuando les conté que llevaba a Frida al veterinario porque posiblemente me había contagiado de toxoplasmosis todos se bajaron inmediatamente. Tanto fue así que hasta Tito, el conductor, me dejó a pata.
Vencida volví a sesión. Admití que me costaba mucho establecer nuevos vehículos. Cuando me escuché decir eso, los dos nos reímos un rato largo. El señalamiento del fallido me ayudó a realizar la rutina de tomar siempre autos compartidos. Esos viajes se saben cómo empiezan pero no como terminan.
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