“El desconocido que me conocía”

“El desconocido que me conocía”

“El desconocido que me conocía”

Eran las siete de la mañana, y lo último que quería era compartir coche con alguien que no conocía. Pero ahí estaba yo, esperando en una rotonda de un pueblo vacío, mientras soplaba un aire frío de octubre. En mi cabeza resonaba una idea: “Nunca más, BlaBlaCar”.

El coche llegó puntual, un pequeño Citroën que parecía haber sobrevivido a mil viajes. Al volante, un hombre de unos cuarenta años, con una sonrisa amplia y un saludo que no esperaba a nadie. Subí, un poco reacia, y me encontré en el asiento del copiloto.

—¡Hola! ¿Carmen, verdad? —dijo el conductor con tanta familiaridad que me sobresaltó.

—Sí… ¿Nos conocemos?

Él sonrió, y empezó a hablar de mi vida, mis gustos, mi trabajo, ¡incluso sabía el nombre de mi gato! Comencé a preguntarme si había compartido más de la cuenta en redes sociales o si, por alguna razón, tenía un acosador. Durante los primeros veinte minutos, el hombre no paró de relatar detalles que solo un amigo cercano podría conocer. Mi incomodidad iba en aumento.

Finalmente, incapaz de aguantar más, lo interrumpí:

—Disculpa, ¿cómo sabes tanto de mí?

El hombre soltó una carcajada.

—Ah, claro. Te estarás preguntando por qué sé tanto. No, no te espantes —dijo—. Mi hermana es la farmacéutica de tu pueblo, me contó todo cuando le dije que hoy viajaría con una tal Carmen. Aquí en el campo, ya sabes, ¡todos nos conocemos sin habernos visto nunca!

Nos reímos juntos, y en ese momento, entendí una lección que solo los pueblos pequeños te enseñan: no necesitas ser famoso para que todos conozcan tu historia.

El resto del viaje fue sorprendentemente ameno, y al final, cuando nos despedimos, me quedé con una sonrisa. Quizá, después de todo, compartir coche no estaba tan mal.

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