No era el más atemorizado de los cuatro. Tres cabezas de pelusilla repeinada sobresalían apenas del descapotable con pavor en sus miradas. Unas manos adultas frotaban el aire a un lado de la carretera para desearles un buen viaje, y tal vez, disolver los gritos mudos de unas bocas demasiado tiernas aún para el coraje.
De mi trayecto al coche recuerdo avanzar entre mis padres con un gesto agotador de victoria en mis brazos. Una mano dentro de la zarpa de mi padre y la otra recogida en unos delgados gavilanes. El alboroto articulado, metálico y musical, medraba mi ánimo por doquier, pero lo distraía un algodón de azúcar que venía a mi boca cada pocos pasos, del cual quedaban hilos en los mofletes inalcanzables para mi lengua.
Junto al descapotable volé entre las zarpas. Encogí mis piernas y sentí los caramelos de miel con corazón de avellana abultar mis bolsillos hasta que el frío del cuarto asiento libre lo absorbió mi trasero. No olvidaré aquella joya: Faros plenilunios, carrocería verde cruzada por una franja veloz, ¡y claxon en los cuatro volantes! Parados sobre la vía relajé mis brazos liberados del interminable gesto triunfal. Aproximé mi mano al claxon de mi compañera, pero la suya se abalanzó y la golpeó. Entonces presioné el mío y ella me miró con sus pequeños círculos de cielo. Tocó su claxon y los dos ocupantes delanteros se volvieron hacia los suyos. Comenzó una sinfonía de viento a cuatro que sólo fue interrumpida por un empujón en el mundo. Separó las manos del claxon y dejó nuestras cabezas rezagadas por un instante. El vehículo avanzó sobre un recorrido con rectas, revueltas ascendentes y descensos inesperados. Al pasar junto a nuestros padres retornó la llamada en sus miradas. En la segunda vuelta descubrí pelotas colgantes accesibles a mi mano. Di un golpe a una y escuché por primera vez sus risas. A la tercera vuelta nos levantamos al unísono para palmearlas y reír. Pero en la cuarta un fallo nos dejó parados en el descenso. Presentí el llanto y recordé los caramelos marcando mis muslos. Los focos emitían haces multicolores que impactaban en nuestras sonrisas y latían los corazoncitos con el azúcar sin refinar de la impronta amistad.
La marcha se reinició y ya nadie nos apeó del vehículo. Ni en una hora, ni en días, ni en los años que continuamos juntos en este viaje.
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