Llegué puntual como un novio el día de su boda, y allí estaba. Como eligió una esquina poco concurrida, fue fácil identificarle. Lo que llamó mi atención fue que no llevaba equipaje alguno. Bajé la ventanilla, dije su nombre, y él asintió. Después de los saludos de rigor, hola, qué tal, bien, gracias, y tú, emprendí la marcha.
Hasta la parada para estirar las piernas y desayunar, la conversación se ciñó a hablar del tráfico, del tiempo, del paisaje. Fue después de retomar el viaje cuando vi que lloraba como un niño. Y yo, que soy de ayudar, me interesé. Ante mi insistencia, declaró estar bien jodido, que tenía ganas de gritar al mundo un secreto, de esos que te hacen sentir que vas a estallar si no lo sueltas. Y lo soltó, vamos que si lo soltó. Como si descorchara un tapón de cava, dijo que ella, su zurda —así llamaba a su pareja— era capaz de leer sus pensamientos, que los asimilaba antes que él los escribiera en su cabeza, que ni siquiera tenía que hablar para saber lo que iba a decir; que intentó alejarse de ella, de huir, pero que le tenía agarrado por el corazón. Dijo apretárselo con tal fuerza que le resultaba imposible salir de su vida; que cada día, al levantarse, se lo palpaba para confirmar que seguía siendo su prisionero, que gritaba: ¡NUNCA LIBERES MI CORAZÓN!
Por supuesto, no le interrumpí. Parecía una metralleta de palabras, y no se detendría hasta vaciar el cargador.
Añadió que le había contagiado su don, el de interpretar los pensamientos de los demás, y entonces se enteró de todo, que no le quería como él pensaba, que pretendía…
No terminó la frase. En su lugar dijo que no debía contar nada más.
Fui a preguntarle algo, pero me lo impidió: tapó mi boca con su mano izquierda, y como si leyera mi mente, me contestó sin articular palabra que sí, que su corazón seguía sin pertenecerle.
Durante el último tramo del viaje, el silencio se adueñó del habitáculo.
Después de dejarle donde me indicó, salió del coche dejando un saco de dudas en el asiento; sobre todo cuando miré a mi izquierda y leí con claridad los pensamientos de quién allí se hallaba: un hombre aferrado con fuerza al volante de su coche que sopesaba a quien contagiar, en primer lugar, su don.
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