Desde mi asiento, miro brillar un avión cortando el cielo, arrastrando su cauda vaporosa.
-¿Lo has visto también?, pregunto.
Mis manos cruzan el cristal. Le atrapan para depositarlo en esta página. Plateado, brillante y de cola blanca. Mientras se aleja, más se asemeja a su descripción.
-Si confías serás encandilado. Los sentidos suelen engañar. No hay nada más traicionero que la vista, – dice mi madre, desde el asiento trasero. – Cuando veo un avión me pregunto su destino. A veces quisiera echar a volar y perderme. Perderme y no saber nada.
Tiene algunas semanas que hemos despegado desde la misma pista. Ella haciendo gala de su destreza, manipula la aplicación de viajes. No suele decir a dónde va, pero se regodea relatando sus aventuras. Lo que sus viejas amigas comparten, es poco para la curiosidad de una chismosa patológica, en busca de noticias frescas.
Mi santa madre abandona su ansiedad cuando aborda el coche una mujer de mediana edad. Me ajusto los audífonos. No escucharé. No quiero saber por qué le ha ayudado a “Bibis”, a redactar su nuevo estado: “VUELVE, CHUS. PODEMOS SOLUCIONARLO ”, o por qué “Misaelito”, ha sido arrestado después de una ejemplar golpiza.
Mi madre, debería tener su propio podcast: CUÉNTALE A DOÑA AME, la psicóloga, la cazadora que rara vez fracasa. Encuentra fácilmente todo tipo de presas: Toyoko kids, infieles primerizas (os) escabulléndose a hurtadillas, chicas sollozantes que resultaron embarazadas, ancianos (as) de regreso a su país, tras la muerte de su cónyuge.
En el auto compartido, muchos le confiesan penas y alegrías. Mi madre tiene una cara de buena y unos ojos de un café oscuro y chispeante, que reflejan la inocencia propia de una niña de diez años. Como si tuviera tal edad, la tomo de la mano. La acompaño a la esquina. Lleva una mascada de seda cobriza, que en su cuello semeja una estola sacerdotal, dispuesta para escuchar la confesión de algún alma afligida.
Llego a mi parada y me despido. El auto reanuda su marcha. Ella comienza a parlotear. Ya me enteraré por qué un motociclista ha montado en un colectivo. Atravieso el cristal. Le atrapo en esta hoja, aunque unas líneas más arriba siga como ahora, alejándose a bordo de una mancha plateada de cola blanca.
Quisiera revelarle mis secretos. Saber hacia dónde se dirige. Correr como ella. Huir, como no lo ha hecho, y perderme. Perderme y con suerte, no saber nada más.
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