Pierre iba al volante. Frenó solo para buscar algo dentro de una bolsa y nos ofreció un queso troceado, olía fuertísimo y mientras mis amigas allá atrás bajaban la ventana del coche con disimulo y se tapaban la nariz, yo me limité a ponérmelo en la boca con cuidado de no respirar de más. Es lo que tiene ir de copiloto, ser la primera en probar, estar expuesta al azar, ir con un desconocido al lado que te prometió llevarte a Ruan y así evitar el bus a París y algo nuevo que añadir, ser la que supera la prueba del queso.
Me repetí un mantra en voz baja: “es parte de la experiencia” y engullí el queso muy rápido, creo que ladeé la cabeza y la textura me atrapó, sentí la cremosidad en mi garganta y veía a mis amigas por el retrovisor con los ojos abiertos y esperando a que yo dijera algo, el veredicto final: una sonrisa involuntaria.
—¿Ves? Es de otro mundo —dijo el extraño que conocimos hace veinte minutos en el aeropuerto de Beauvais—. Ahora mira a la izquierda.
Había un letrero enorme: “Bienvenidos a Normandía” y detrás un paisaje verde con muchas vacas distribuidas en alineación de pesebre. Nosotras nos quedamos atónitas y mientras tanto, él seguía rebuscando entre la bolsa, sacó unos cuántos vasos y nos ofreció sidra. “¡Sí a todo!” le dije tal vez sobre emocionada y pensé en lo aburrido y largo que podría haber sido el trayecto en bus o tren. Había algo muy familiar en la novedad, incluso la música de acordeón de la lista de reproducción me acordaba a los viajes de mi infancia y entonces lo entendí: este hombre, con quien compartíamos el coche, sería algo más que un conductor. ¡Iba a ser mi esposo!
¡Salud!
OPINIONES Y COMENTARIOS