Previsible,
así pensaba que sería mi enésimo viaje a Madrid en Blablacar,
siempre los viernes por la tarde y siempre para visitar al preparador
de la dichosa oposición. Durante dos horas conocía gente, cambiaba
impresiones, alguna anécdota… Bien, siempre bien, por un rato
salía de mi monótona vida de opositora.
Aquel
viernes pensaba que sería de nuevo «el día de la marmota»
y con el ánimo algo insulso me metí en el asiento de copiloto. El
conductor, un chico «pelao» y alegre, me dio conversación
desde el minuto uno. Detrás una chica de mi edad, de aire sencillo,
jovial y un chaval «guapete», la verdad, pero algo “perroflauta”.
Ambos ensimismados con sus móviles, no mediaron palabra hasta que el
tema se desdibujó un poco y el conductor, tan lleno de energía,
comenzó a hablar de su tierra natal, Almería, tan distinta a las
tierras castellanas, por no hablar del clima:
– Menuda
rasca hace por aquí, jeje…
Así
empezamos
a charlar
animadamente la
chica de detrás, yo, y por supuesto, él, el conductor, que llevaba
el hilo conductor de la conversación, además del volante. Todo
transcurría con aparente tranquilidad hasta que, en medio de esa
neutralidad, se empezó a colar un abrasador olor, inesperado, al que
todos reconocimos al instante como lo que era: marihuana, pura,
tierna… casi, casi, se la podía masticar
– ¿Pero,
qué invento es este? Esto no es verdad, pensé.
De
repente el conductor, muy educadamente, nos preguntó si podía parar
un momento para ir al baño, aprovechando que pasábamos por
Tarancón, a mitad del trayecto. Algo inusual, pero vamos, hoy
cualquier cosa. Lo mejor vino después, al parar el coche sus
palabras fueron contundentes:
–
Soy guardia civil, en este momento no estoy de servicio, así que voy
a ir un momento al baño y quiero que a mi vuelta la persona que no
debe ir en este coche, coja su maleta y se vaya. Esto no llegará
a mayores.
Blanca
me quedé, bueno y muda también. Más cuando vi que, sin mediar
palabra, la jovencita con la que me había identificado desde el
principio cogió su maleta y se alejó.
El
viaje previsible se había convertido en un aprendizaje no previsto. Me enseñó que el prejuicio es un
pésimo disfraz de la ignorancia y que los sensatos pueden hacer
mucho por los que no lo son.
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