Sucedió en un coche, pero nuestra culpa duró eternamente. Cumplíamos dos años de noviazgo, así que fuimos a dar un paseo al campo; lejos de nuestra ciudad. Después de manejar tres horas, noté que el camino se volvía irreconocible. Conducimos despreocupados en el Volkswagen de mi novio Pedro, modelo 1990, por un desierto clandestino. De pronto un tipo apareció a lo lejos, levantando las manos y solicitando auxilio.

—Debemos ayudarlo, — dijo Pedro —, tal vez sepa el camino.

—Si tú lo dices —contesté, algo escéptica—, pero lo botamos pronto; no hay que correr tantos riesgos, querido.

—Está bien.— respondió.

El tipo iba muy callado. Figuraba una persona ordinaria, de mediana edad, nada en particular destacable.

¿Cómo te llamas? —pregunté al señor.  Su falta de equipaje a media carretera me extrañó.

—Me llamo Pedro, Pedro Castillo. —respondió tímido.

—¡Ah!— dijo el otro — ¡Yo también me llamo Pedro, mucho gusto!

—Mucho gusto. — contestó impasible.

Durante la charla, me percaté que seguíamos bastante perdidos, desde horas que lo sospechaba. Discutimos qué hacer; el hambre nos tenía de las orejas, así que anduvimos otro rato con la esperanza de hallar civilización y saciar el apetito, pero no aparecía nada. La gasolina también escaseaba.

A falta de provisiones y con apremiante gazuza, devoramos unos cactus esféricos y pequeños, verdes grisáceos, que hallamos en medio de la nada y bajo el frito sol. A nuestra pueril ignorancia, resultó ser peyote. Nos dimos tal despiste, que terminamos completamente dormidos en el vehículo. Despertamos a la mañana siguiente, cada quien en su lugar, pero el tipo que subimos se había cagado en los pantalones. Por supuesto, irradiaba un terrible hedor, aun con las ventanillas abajo, y de pronto el señor nos rogó detenernos para dejarlo evacuar más. Tan precaria era su condición, que hiciese lo que hiciese expelía una potente estela putrefacta. Mientras descargaba a la orilla del camino, rogué a Pedro que la abandonáramos. Tras meditarlo unos segundos, accedió.

Arrancamos y dejamos al viejo atrás, despreocupados de que pudiese cometer otra tropelía. Manejando otro rato seguimos perdidos, pero al menos apareció un pueblito donde buscamos refugio para las abluciones respectivas. Posteriormente, fuimos a cargar gasolina para seguir la romántica ocasión. De pronto, se escuchó un grito furioso provenir del asiento trasero:

—¡Eh! ¡Canallas! Me han dejado en medio del camino a mi suerte, eh… — Era nada más que Pedro Castillo, en el asiento trasero del coche. 

Y así fue como sucedió aquel horror.

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