Terminaba mi semana laboral y eso significaba volver al pueblo. Puse un Blablacar para compartir el camino. Recogía a una chica en la capital y la dejaba casi a mitad de camino, en un desvío rural que habíamos acordado. No sabía mucho de ella, solo que iba a ver a su abuela en un pequeño pueblo.
Llegué puntual al sitio de recogida y allí estaba. Era joven, no debía tener más de 20 años, y llevaba una sonrisa que iluminaba su rostro. Subió al coche y enseguida comenzó a hablar, como si fuéramos viejos amigos.
—Voy a ver a mi abuela —dijo con entusiasmo—. Cada vez que voy, me cuenta las mismas historias, pero… me da igual, porque me encanta escucharla. Ayer me llamó para recordarme que le lleve huevos frescos de la tienda, «de los de verdad», dice ella, porque los del supermercado «no saben a nada».
Sonreí mientras conducía, recordando a mi propia abuela. La mía también repetía historias, y aunque las conocía, me quedaba embobado mirándola porque sabía que para ella era importante ser escuchada. Me hizo pensar en todos esos momentos que había compartido con ella.
—¿Y tú? —preguntó la chica—. ¿Tienes una abuela que siempre tiene un consejo para todo?
—La tenía —dije emocionado—. Digamos que, aunque nos queramos, ahora lo hacemos en la distancia —continué a duras penas tras un suspiro—. Y con más fuerza que antes.
La chica se quedó pensativa unos segundos y luego añadió: —Es curioso… Las abuelas tienen esa manera de estar siempre presentes, incluso cuando ya no están. Es como si una parte de ellas viviera en cada cosa que hacemos.
El camino pasó rápido entre risas y anécdotas, y antes de que me diera cuenta, llegamos a su destino. La chica bajó con sus huevos frescos y me dio las gracias.
Mientras volvía a casa, sentí una cálida gratitud. Las abuelas tienen una forma única de recordarnos lo que de verdad importa. No solo nos regalan momentos, pensé, sino que nos enseñan a vivir con el corazón. Y aunque no estén aquí para repetir sus historias, esas historias viven dentro de nosotros, como un eco que nunca se apaga. Gracias a este viaje, lo vi más claro: estamos hechos de pedacitos que guardamos de cada persona. Y mi abuela aún vive en mí.
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