Termas de Ourense, patrocinadas por Blablacar

Termas de Ourense, patrocinadas por Blablacar

Mi hermano Carlos y yo terminamos el Camino de Santiago inglés con los pies hechos papilla y sin un plan para volver a Badajoz. Así que, fieles al espíritu de la aventura (o a la desesperación, según se vea), buscamos un Blablacar. Un búlgaro nos respondió: «Voy a Badajoz, pero… hay un pequeño desvío». Claro, por qué no. Era eso o quedarnos a vivir en Galicia.

Nos subimos al coche, una especie de reliquia sobre ruedas, y conocimos a su copiloto, su madre. Una señora de unos setenta años, con gafas de sol que cubrían media cara y un aire de misterio que hacía que no te atrevieras a preguntar nada. Todo parecía normal hasta que, pasada media hora de viaje, el búlgaro suelta: «Antes de Badajoz, tengo que cumplir el sueño de mi madre de bañarse en las termas de Ourense». Mi hermano y yo nos miramos, pestañeando en sincronía. ¿Termas? ¿Ahora? ¿Con esta señora y este calor?

“¡Si no queréis venir, os dejo aquí!”, añadió. Claro, no había forma de negarse.

Llegamos a las termas naturales de Ourense, un sitio que, sinceramente, parecía más una olla gigante que un lugar de relajación. El termómetro marcaba treinta y siete grados, y el agua de las termas… estaba más caliente. Pero ahí estábamos, Carlos, yo, el búlgaro y su madre, todos en remojo. Carlos me dio un codazo: «Por lo menos no nos están cobrando entrada».

La madre del búlgaro se sumergió con la elegancia de una sirena octogenaria, mientras nosotros nos dedicábamos a hacer preguntas existenciales como: ¿es posible sudar dentro del agua? El búlgaro, por su parte, parecía que se estaba fundiendo en el vapor como si fuera parte del paisaje.

Después de lo que parecieron horas, nos subimos de nuevo al coche. La madre, rejuvenecida por el baño, nos dio a cada uno una manzana y dijo algo en búlgaro que solo pudimos interpretar como una especie de bendición ancestral. El búlgaro encendió el motor y con una sonrisa dijo: “Ahora sí, a Badajoz… sin más desvíos, lo prometo”.

Mientras el coche avanzaba, mi hermano y yo no podíamos parar de reír. Porque si algo habíamos aprendido en ese viaje es que el verdadero camino siempre tiene un desvío inesperado.

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