Aquel viaje en coche, en el 76’, permanecerá grabado en mi memoria para siempre. Recuerdo que fue a principios de septiembre cuando Rober, Li y yo nos subimos a mi Seat 127 para asistir a la boda de un amigo. Recuerdo, también, que el verano estaba próximo a su fin, pero que seguía haciendo un calor de mil demonios. Llevábamos las ventanillas cerradas y la aireación del coche a tope, puesto que a esa hora del día, de llevarlas abiertas, hubiésemos notado más bochorno.
En previsión del calor y puesto que viajábamos hacia el sur, llevábamos una seudonevera, uno de esos trastos a los que hay que meterles hielo para que mantengan la bebida bien fresquita. Iba llena de birras hasta los topes.
Fue al atravesar Despeñaperros cuando todo se torció. Íbamos por nuestra tercera birra cuando escuchamos la voz de Li. Estaba sumamente nervioso.
—Habel avispa en habitáculo. Sel peligloso. Debelíamos palal, ablil las pueltas y espelal a que salga.
—¿Qué? —respondió Rober, que iba de copiloto—. ¿Qué coño estás diciendo?
—¡Que tenel que palal, jodel. Y cuanto antes, mejol!
—¿Por una puta avispa? —La cara de Rober era de puro desconcierto—Déjame tu gorra, anda, que con la circunferencia que tiene, seguro que acierto a la primera (la cabeza de Li tenía el mismo diámetro que una sandía).
—Viejo plovelbio chino decil que no sel bueno molestal avispas.
Sin hacer caso de la advertecia, Rober descargó un golpe sobre el parabrisas, aprovechando que la avispa transitaba por allí. Falló. Luego, volvió a golpear varias veces al aire detrás del insecto, pero su puntería no mejoró.
La primera picadura me cayó en el hombro. Una quemazón intensa hizo que soltase el volante de la otra mano para frotarme. Un par de segundos después noté un dolor intenso en el antebrazo y, acto seguido, sin asimilar todavía lo que estaba pasando, una tercera en el cuello. Ahí perdí el control y levanté ambos brazos para protegerme. De no ser por Rober, que cogió el volante y logró detener el coche en la cuneta, a saber lo que hubiese pasado. Con el vehículo parado salimos al exterior. La avispa también salió, deteniéndose un instante en el aire y mirándonos de frente, en actitud desafiante.
Cuando por fin se alejó, me pareció intuir, en su normalmente inexpresiva cabeza de insecto, una actitud socarrona. Juraría, incluso, que sus patas traseras dibujaban una peineta.
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