El rugido me arrancó de un plácido duermevela que, poquito a poco, iba haciendo más pesadas mis extremidades. Sorprendido, miré a Luis, el conductor, quien, a través del retrovisor, me mostró unos ojos muy abiertos y un extraño mohín que interpreté como una señal de asombro.
Rosa, como dijo llamarse la otra viajera, a mi lado en el asiento trasero, se tapó la boca con la mano izquierda mientras que, con la derecha, señalaba al desconocido que ocupaba el lugar del copiloto.
El hombre, con la boca muy abierta y la cabeza apoyada en el cabezal del sillón, emitía unos espeluznantes ronquidos que nos ponían la piel de gallina.
—Mira que siempre llevo a tres pasajeros como máximo. Y así van cómodos —el chófer se dirigió a nosotros con cierta indignación—. Pues nada, no hay manera. Cuando no es una cosa es otra.
—No se preocupe, no es culpa suya.
La chica habló con una voz poco convincente así que decidí intervenir en un intento de relajar la tensión.
—Por supuesto, nadie podía prever esto. Estese tranquilo.
—¡Pero algo tendremos que hacer! —exclamó Luis desesperado.
La mujer, como si las palabras del conductor le hubiesen mostrado el camino a seguir, comenzó a producir unos sonoros chasquidos con la lengua que no sirvieron para nada. El tipo ni se inmutó.
Elevamos la voz, tosimos fuerte a ver si despertaba. Pero nada, aquellos gruñidos de fondo crecían, en cantidad y calidad, hasta que tomaron un indeseable protagonismo que ya era insoportable.
—¡No puedo más! —dijo Luis a la vez que marcaba con el intermitente derecho la salida hacia el arcén.
En cuanto el automóvil se detuvo el interfecto volvió en sí y continuamos el viaje. Sin reproches.
El aludido, ya en vela, no retornó a su estridente sueño. Así que, ante la nueva situación, tan relajada, un grato sopor comenzó a envolver mis extremidades que, cada vez, pesaban más.
Y me dormí.
Un frenazo me despertó de forma súbita.
—Ya me han contado la odisea que les he hecho pasar —comentó el anónimo copiloto mirándome de reojo—. Pues parece que somos dos los roncadores.
—Vaya… Lo siento —balbuceé al comprender la cosa— Al final yo también…
Rosa, muy seria, me miraba con fijeza y Luis, desde el espejo, clavó sus pupilas en mí, dejando un claro mensaje de desagrado que me hizo optar por cerrar la boca y abrir los ojos.
Bien abiertos.
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