El vehículo apareció a la hora en punto, pero no era lo que yo esperaba.
Mi sorpresa fue mayúscula, ya que se trataba del coche que siempre deseé tener, una pieza de museo que apenas circulaba ya, un sueño hecho realidad.
El conductor me invitó a pasar a la parte trasera del automóvil. Una vez dentro, saludé a quien se situaba en el asiento del copiloto, un señor calvo y delgado, y también a quien se sentaba a mi lado, una mujer muy mayor de gesto afable.
—Ya estamos todos —dijo el piloto, un joven que no hacía más que guiñarme el ojo por el retrovisor.
—¡Pues menuda pandillita! —replicó la señora.
—Es lo que hay —zanjó el joven.
Quedé extrañada con tan peculiar diálogo, pero me hice la tonta. En estos viajes cortos prefiero pasar inadvertida, término que me fue imposible cumplir ante la lentitud de la marcha. El vehículo apenas alcanzaba los setenta kilómetros por hora.
—Oiga, ¿no puede ir un poco más rápido? —inquirí al conductor, cansada de ver cómo nos adelantaban hasta los caracoles por el arcén.
—Voy despacio porque la señora se puede marear —dijo el chófer.
—En efecto, y no querrá usted que le vomite encima, ¿verdad? —La contestación de la anciana cerró mi boca.
De repente, el conductor dio un volantazo para desviar el coche hacia lo que parecía ser un bazar. El joven, el calvo y la anciana se pusieron un pasamontañas y salieron del auto escopetados. Quedé paralizada, hasta que los encapuchados volvieron en breve con una bolsa.
—¡Arreglao!, ¡tira pa Segovia, torete! —gritó el calvo con entusiasmo.
El chófer volvió a guiñarme el ojo y arrancó el coche, dejando restos de goma quemada de los neumáticos sobre el asfalto.
—¿Estáis locos o qué? —grité indignada.
—Anda, boba, mira la maravilla que te he traído —contestó la abuelita, sacando de la bolsa un Satisfyer.
Quedé muda.
El calvo se puso dos gorras sobre la cabeza, mientras el conductor presumía de sus nuevas y flamantes gafas de sol. La señora, con sonrisita sardónica, examinaba su otro Satisfyer con curiosidad.
Me asusté, sin decir ni pío hasta vislumbrar la silueta del Acueducto de Segovia a lo lejos. Entonces pude ver a mis padres sujetando una pancarta:
“Felicidades, Patricia, que cumplas muchos más. El coche es para ti. Y perdona la broma”.
Todos en el vehículo echaron a reír… y yo a llorar.
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