NI DE AQUI NI DE ALLÁ…

NI DE AQUI NI DE ALLÁ…

La noche anterior, Melisa había iniciado con pequeñas contracciones y había expulsado el tapón mucoso; era la clara señal que pronto daría a luz. Se había empecinado en hacerlo en Querétaro, la ciudad en la que vivían sus padres que la apoyarían. Su plan, perfectamente diseñado, no tenía errores: contaba con suficientes ahorros para el parto, gozaba de cabal salud y su embarazo iba bien. ¿Qué podía fallar? Ella se sentía segura, a pesar de que el susodicho hubiera puesto pies en polvorosa nada más saber que sería padre.

Había que darse prisa; se suponía que tenía el tiempo justo para hacer la maleta y dirigirse al punto de encuentro para el viaje. Dos horas la separaban de su feliz destino: León-Querétaro, en México.

Don Anselmo, el bonachón conductor del BlaBlaCar, le inspiraba confianza; era un señor de la tercera edad con quien ya había hecho viajes. El costo, siempre conveniente, era un plus ahora que necesitaba ser juiciosa con los gastos, y el viaje corto era siempre una aventura.

Con su vientre voluminoso, tomó asiento con desenfado en el espacio del copiloto y pronto se enfilaron rumbo a su destino en compañía de otras tres pasajeras que iban en la parte de atrás: una madre joven con su pequeña hija de tres años y su abuela.

No habían recorrido ni una hora cuando, en un bache, rompió aguas. Fue sorprendida por una oleada de dolorosas contracciones que iban y venían conforme avanzaba el trayecto. Siempre había escuchado que, solo en las películas, los bebés nacían en un suspiro, pero ella ya estaba sintiendo ganas de pujar. Don Anselmo, pálido como una vela, empezó a temblar y solamente gritaba: «¿Qué hago? ¿A dónde te llevo?». La abuela tranquilizaba a Melisa y le limpiaba el sudor con una servilleta arrugada que sacó de quién sabe dónde; Rosita, la pequeña niña, aullaba de susto con cada grito que pegaba la parturienta, mientras que la joven madre marcaba nerviosa al 911.

Melisa gritó a voz en cuello: «¡Ya está aquí!» Don Anselmo no tuvo más remedio que frenar y hacerse espacio en el acotamiento. La abuela gritaba: «¡Puja! ¡Puja!» En dos segundos iba coronando la cabeza. De repente, un llanto explosivo invadió el ambiente… Era un niño de mofletes rechonchos, nacido en las inmediaciones de dos estados: era mexicano, aunque increíblemente no era ¡ni de aquí, ni de allá!

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