La Parca no aparca

La Parca no aparca

La lluvia caía con cadencia pausada sobre el parabrisas, dibujando caminos de agua que serpenteaban en silencio. Javier ajustó el retrovisor mientras Marta observaba, distraída, la inmensidad grisácea del futuro asfalto. El viaje, que pretendía ser un simple trayecto en el que, de paso, usando BlaBlaCar, ahorrarían un poco, de momento iba bien. Solo restaba recoger a la última pasajera, en una vieja gasolinera, cuyo aspecto desolado parecía desentonar con la urgencia del mundo moderno.

Cuando la figura nació de la niebla, ambos enmudecieron su consciencia; de alguna forma entraron en una alerta natural ante su presencia. Se sentó atrás. La mujer —si es que tal término podía aplicarse— llevaba consigo una guadaña. Así la describió Saramago. Así la ilustró Doré. Y así era ella. 

—Gracias por recogerme —dijo la mujer, cuya voz gravitaba bajo la carcasa del vehículo, en cada sílaba encarnada la fragilidad de su ser—. Soy Muerte. Encantada de acompañaros en este trayecto.

—¿Muerte, como…? —preguntó Marta, entrada en dudas. Lo hizo sin mostrar miedo.

—La misma —respondió la pasajera—. Hoy no vengo por vosotros, tranquilos. Solo aprovecho el viaje. Incluso yo, en ocasiones, necesito un respiro humano, alejado del hálito inherente de mis habituales clientes.

La conversación, que había comenzado con la incomodidad evidente ante lo incomprensible, fue ganando peculiar fluidez. Hablaron no de lo inevitable, sino de lo transitorio, de las pequeñas alegrías que a menudo pasamos por alto y de los adioses que marcan, siendo en sí cicatrices invisibles, nuestras existencias. Muerte, más oyente que interlocutora, ofrecía reflexiones sencillas en forma pero profundas en contenido. Había en su presencia una serenidad tan amplia como quien ha visto el final de todas las cosas y lo abraza con sinceridad. Ni si quiera hablaba en tercera persona, lo que sería de imaginar de una deidad de su calibre, de la mismísima parca.

Cuando llegaron a su destino, la pasajera bajó del coche frente a una larga fila de cipreses. Antes de desaparecer en el crepúsculo, se giró, y les sonrió una última vez.

—Algún día seré yo la que os conduzca, cuando termine el sendero. Vivid bien, mientras os corresponde.

Mientras se alejaban, Javier y Marta comprendieron, en silencio compartido (y sonrisa sin diente), que la vida, como un viaje compartido con extraños, está trenzada por encuentros y despedidas, por aquello que sabemos y por lo que nunca llegaremos a entender del todo.

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