Maytetxu se despistaba con facilidad. Sobre todo, en las rotondas.

Carecer de sentido de la orientación, no inhabilita la buena voluntad. Así que cuando su comadre se lo pidió, no se lo pensó dos veces.

Por precaución, comprobó que llevaba dinero suficiente y una muda limpia en el bolso. Rauda, subió al asiento del copiloto.

Ninguna se aclaraba con el GPS.

¡Ellas eran más de preguntar!

La primera distracción hizo que fueran en dirección contraria al aeropuerto de Málaga, donde se dirigían, con tiempo más que suficiente, a recoger a un amigo.

Cerca de la pista de aterrizaje, decidieron dar la vuelta, girando, varias veces, alrededor de la misma rotonda.

Manolo era el único en la parada de Taxis.

¡Una carrera más, y acabaría el turno!

Los aspavientos en el interior del coche, llamaron poderosamente su atención.

Tras completar varias vueltas más, las comadres tomaron la salida hacia el paseo marítimo, recorriendo, por enésima vez, la orilla oriental del istmo que separaba España de Gibraltar.

La segunda vez, regresaban de Playa Levante.

Extrañado, salió del taxi.
Por señas, las invitó a acercarse.

Sorprendidas, acudieron a él. Aunque no del todo convencidas, pues una imaginación calenturienta les hacía recelar del guapo moreno con hechuras de galán.

Amablemente, el conductor licenciado les indicó el camino de salida del peñón. Acompañó las indicaciones con decididos movimientos, disipando cualquier connotación de índole sexual. Excepto, quizás, para un sordomudo interpretando los sensuales movimientos circulares del robusto dedo corazón del taxista, ¡no como aviso para dejar de girar!, sino como instrucciones precisas para encontrar el punto G.

El buen samaritano encendió un pitillo, celebrando, con cada calada, la buena acción del día. “El cigarrillo de después”, en boca del sordomudo.

Las que seguían sin entender, eran las comadres, cachondas, e igual de pérdidas que siempre.

Manolo interceptó la peonza con ruedas, ofreciéndose como Cicerone del Cocherito Leré.

Decididas a cortar con el bucle, aceptaron, brindándose a pagar la carrera.

Maytetxu, pizpireta, frotó las puntas de los dedos índice y pulgar, reproduciendo, con solvencia, el gesto universal del dinero.

Rechazada la bajada de bandera, también de bragueta, pusieron rumbo a casa. Un edificio encalado, en plena plaza de las Flores.

Al anochecer, entre vítores vecinales, entraron en el casco antiguo de Estepona. Volvían sanas y salvas, pero sin compañía.

Ni de Manolo G.

Ni de quién fueran a buscar, al alba, al aeropuerto de Málaga.

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