La
verdad, cuando me dispuse a buscar cualquier viaje en blablacar, no
tenía ningún destino previsto, ni ninguna necesidad de desplazarme
a ningún lado, excepto por el espacio reducido de mi terraza, para
tomar un poco el sol, regar las plantas, y olvidarme para siempre del
silbato.
Pero
me era imposible porque Elvira, la vecina, llevaba cinco horas
estirada boca abajo, con su gato lamiéndole el cuello cada vez que
se le arrimaba, y con uno de mis tiestos hecho añicos estampado
alrededor de cráneo. Soy de temple indeciso, y debo reconocer que
con una tendencia a un pesimismo negrero que me esclaviza. Por esa
razón, no me atrevía a llamar a ningún servicio de emergencia, no
fuera que el tiesto me delatara como causante de semejante
descalabro.
Sin
embargo, en todos mis tropiezos la suerte ha sido mi mejor aliada.
Fíjense, sino exagero al describirles la cadena de casualidades que
dicha aplicación me dispensó. Hace
unos meses me obsesioné con arreglar, infructuosamente, una
antigua cajita de música. Desalentada, cuál no fue mi sorpresa, que
en un viaje a Salamanca, el conductor mencionó su afición a la
relojería, ofreciéndose sin dudar a recomponer su mecanismo. Y qué
decir, de aquel blablacar en que, agobiada por mi dolor de
cervicales, mi acompañante osteópata, solícito, me recolocó las
vértebras con un sólo clic-clac. Y así, hasta el infinito de
carambolas.
Se
comprende que perdida la esperanza de hacerme con un silbato seduce
petirrojos, por haberse agotado las existencias en las empresas de
ornitología, no dudé ni un segundo en consultar todo el listado de
viajes que salían en las próximas horas para
la localidad más cercana. Según Elvira, se trataba
del único gorjeo capaz de despertarla de sus crisis de narcolepsia.
Y mucho temía que aquella era de las gordas.
Me
aceptaron a la primera. Una vez montada en el coche, examiné a sus
ocupantes, para descubrir alguna pista sobre mis pesquisas. Charlé
por los codos sobre la enfermedad del sueño, y los silbatos de
reclamo. Incluso sintonicé una melodía:
www.canto-pajaros.es/petirrojo-europeo/.
Me escudriñaban como si fuera extraterrestre. Desesperada, eché a
llorar de los nervios. Abrieron las ventanas para que me calmara. Un
torpedo emplumado se avalanzó contra mi cara. Lo atrapé. Su
corazoncito palpitando entre mis manos. Nos miramos fijamente. Y
empezó a trinar. Un chip-chip metálico y seco. Y entonces comprendí
que más vale petirrojo en mano que ciento volando.
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