Juan detuvo el auto. Antes de poder reaccionar, dos fuertes brazos lo extrajeron y lo arrojaron al piso. Se montó el sujeto, y arrancó. Un cómplice se trepó por el otro lado.

-Me cago en la leche..!, gritó el conductor, mirando por el retrovisor.

-Qué pasa?, indagó el acompañante.

-Mirá atrás, pelotudo!

Y, sí. Inmóvil y silencioso, como siempre, estaba yo, mirando atónito la mirada atónita del secuaz.

-Pará, que lo tiro a la mierda…

-No paro un carajo. Pasate y sacátelo de encima.

Se pasó. Pero torpe como era, y estresado por la situación, no logró destrabar el juego de cinturones que me sujetaban.

En realidad, es una especie de arnés que armó Juan. Como no puedo sujetarme por mis propios medios, me mantiene pegado al respaldo, evitando que una imprevista frenada me lance hacia adelante.

Quien manejaba frenó bruscamente. Eficaz el arnés, porque no me moví ni un milímetro. Contrariamente, el delincuente regresó a su asiento volando y de cabeza.

-Dejalo, dijo inútilmente el primero.

Sin manifestación externa -no hay manera- sonreí.

El auto arrancó nuevamente, y se metió por una calle de ese tranquilo barrio.

Agradecí a mi suerte. Nunca me había divertido tanto.

Juan me deja en el Instituto a las 8, y me retira a las 18.

Durante esas horas, permanezco sentado frente a un televisor que, para mi, muestra siempre lo mismo.

De vez en cuando, apagan la sed que no saben si tengo, y me dan de comer porque es la hora.

Aunque es cierto que no podría responder, me habría gustado que, alguna vez, me preguntaran cómo me siento, qué quiero hacer, si estoy triste y necesito una caricia.

Observaba los árboles. Estos eran nuevos para mi, Los que conozco son de las calles que conforman el recorrido que va desde la casa al Instituto y viceversa.

Una sirena aproximándose, y el aumento de velocidad del vehículo, me sacaron del embobamiento que me producía la aventura que, lamentablemente, duró poco. 

El patrullero nos alcanzó, y mis circunstanciales compañeros de tur, decidieron abandonar auto y pasajero.

Escuché disparos, pero no pude ver nada.

Pensé, entonces, que a lo mejor, al día siguiente, saliéndome de la aburrida rutina cotidiana, miraría la tele con más atención y, si en algún momento lo informaban, podría enterarme de lo que finalmente había pasado.

Buen trabajo de Juan. A la policía que me rescató, tampoco le resultó fácil destrabar el arnés.

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