Recuerdo perfectamente aquel septiembre en el que empezaba mi aventura como becario en Madrid. Lleno de ilusión y nervios, me disponía a trasladarme desde mi pequeño pueblo, prácticamente incomunicado. El coche estaba cargado con mis pertenencias, entre ellas, una vieja guitarra que siempre me acompañaba. Para economizar, decidí viajar en Blablacar. La incertidumbre de compartir un trayecto con desconocidos me rondaba la cabeza, pero pronto desaparecería.
Al subirme al coche, me encontré con un ambiente relajado. El conductor era un tipo simpático y las conversaciones no tardaron en surgir entre los pasajeros. A mitad de camino, mientras hablábamos de nuestras aficiones, salió el tema de la música. El conductor, con una sonrisa cómplice, me preguntó si sabía tocar la guitarra que llevaba conmigo. Ante su insistencia, la saqué y comencé a tocar algunos acordes.
Fue en ese instante cuando el viaje se transformó. Lo que al principio era una charla casual se convirtió en una pequeña fiesta sobre ruedas. Todos los pasajeros empezaron a cantar, aplaudir y reír. El buen humor invadió el coche y el trayecto se hizo más corto de lo que imaginábamos. Parecía que nos conocíamos de toda la vida.
Al llegar a Madrid, ninguno quería que la aventura terminara, así que decidimos alargar la noche. Terminamos en Moncloa, tomando algo y compartiendo historias hasta altas horas. Desde entonces, mantuvimos el contacto. Lo que comenzó como un viaje entre desconocidos se convirtió en una amistad que ha perdurado hasta el día de hoy.
La semana pasada acudí a la boda del conductor. Mientras le veía caminar hacia el altar, no pude evitar recordar aquel primer encuentro, la guitarra en mis manos y las risas en ese coche. A veces, los momentos más inesperados nos dejan los recuerdos más valiosos.
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