Esa mañana, cuando me encontraba en el coche colectivo que suelo tomar para ir a la oficina, una señora que compartía el asiento a mi lado, al notar la falta de su teléfono móvil en su bolso, me acusó ante los demás ocupantes de haberlo sustraído. Además, solicitó al conductor que nos dirigiéramos a la comisaría para formular una denuncia en mi contra. Allí, ante los curiosos que se aglomeraban para presenciar la captura de un ladrón, según vociferaba la señora, fui presentado ante la autoridad. Sin embargo, luego de una minuciosa inspección de su bolso, apareció el equipo que ella creía perdido, acusándome de su desaparición.
Quise desquitarme de la afrenta recibida por parte de esta señora, quien, intentando disculparse conmigo, me invitó a su casa para ofrecerme una atención, buscando con ello salvar mi autoestima después de pasar por esa situación bochornosa, presenciada por una gran multitud en la estación policial. Por eso, al hallarme en su casa, después de tomar el café servido en el elegante comedor, al ver sobre una repisa un teléfono, decidí hurtárselo para vengarme de la situación por la que me hizo pasar. Aprovechando su descuido, lo cogí y lo guardé en un bolsillo de mi pantalón. Momentos después, me puse de pie y, dando las gracias a la señora, caminé en su compañía hacia la puerta para abandonar la casa. Me disponía a salir cuando se escuchó:
—¡Rin, rin!, ¡rin, rin!, ¡rin, rin!
—¡Oaa!,6:00 a.m., se hace tarde, ¡otra vez llegaré tarde al trabajo!
FIN
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