Cuando el asiento trasero estaba vacío, solía recostarme para adivinar el recorrido solo contando y prediciendo las curvas hacia la derecha e izquierda, guiándome con las copas de los árboles que parecían mirarme curiosas en mi entrañable travesía.

Venían a mi mente esas miles de historias respaldadas por recuerdos anecdóticos, que mi abuelo recitaba con cierta nostalgia, cada vez que la familia se reunía los fines de semana. A veces, solía quedarme dormido escuchándolas. Me fascinaba imaginarlo de joven, transitando rutas no tan vigiladas como las de ahora. Riendo al ton y al son de las carcajadas de sus amigos, algunos de los cuales, seguramente estaban enunciando esas mismas anécdotas, pero a san Pedro. 

Modelo sesenta y cuatro es «Reni». Así lo llamo yo.

El indisimulado olor a tabaco, sigue impregnado en la pana, que combinado con el dulce perfume de mi abuela, manifestaba su personalidad ambivalente de uso familiar, pero que se prestaba sin problema a la pachanga. Cada vez que lo miro, me cuenta de amores, de peleas, de fiestas, y de vez en cuando, me regala una que otra moneda antigua, la cual debo arrancar como de sus entrañas.

Reni es toda una leyenda.

Recuerdo que muchas veces, cuando yo afirmaba a viva voz que el abuelo me lo regalaría a mi mayoría de edad, todos miraban con cara risueña, mezclada con lástima, como diciendo: «¿Para qué lo quiere?».

Yo sabía que Reni se caía a pedazos.

Pero sentía, que a medida que el óxido le carcomía sus chapas, también arrasaba con mis recuerdos más nobles.

No quería que terminase en un desarmadero o que se sus partes fuesen entregadas al mejor postor.

Todavía latían vívidas en su interior, esas tantas historias que al día de hoy, hacían lagrimear a mi abuelo.

Todos hablaban de Reni como si fuese una molestia; que ocupaba mucho espacio, que las gatas del vecino parían en su interior, que ese espacio podría ser de utilidad para otras tantas cosas más, etc, etc, etc.

Yo, en cambio. Sentía que si él no estuviese en ese rincón, el viento lo extrañaría, la lluvia lloraría un tanto más y que los amigos de mi abuelo, desaparecerían de la faz terrenal y espiritual. Sentía que mi abuelo ya no tendría historias para contar, que ya nada lo motivaría a continuar. Que el aroma de mi abuela se echaría a volar. 

Que ni San Pedro, podría perdonarlos jamás.

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