Una vez más, me tocó el peor sitio. Apretada entre las piernas peludas de mis hermanos, en el medio, donde no me llegaba ni una gota de aire, lejos de las privilegiadas ventanillas, asignadas mucho antes de empezar el viaje. La del lado del conductor era para Luis, porque se mareaba y vomitaba a la de menos. La otra, se la disputaban y turnaban mis hermanos mayores, y yo quedaba completamente fuera de la ecuación y de toda posibilidad de disfrutar del paisaje y la brisa, pues en ese tiempo el AC, el airbag, los cinturones de seguridad y la navegación a bordo no eran ni ciencia ficción.
Después de varias paradas para que Luis vomitara, nos encontramos, repentinamente, en un embotellamiento apoteósico de mitad de julio, en algún punto entre Madrid y la costa Mediterránea. El calor era insoportable, y hacía que la poca paciencia de mi padre se fuera tornando en furia, nuestra imaginación no daba ni para jugar al veo-veo, y mi madre con su retahíla de que ya sabía ella que no era buena idea irse de vacaciones a ningún lado.
Mi padre fue el primero en bajarse del coche, después nosotros y al poco se nos unieron otros niños de coches cercanos. Nos pusimos a jugar a las cartas en un lado del arcén mientras mis hermanos mayores tonteaban con unas chicas de su edad.
Como por arte de magia se disolvió el atasco y yo, milagrosamente, estaba en la ventanilla.
- ¿Ves, María?, sí que te dejan la ventanilla – dijo mi madre- defensora siempre de mis hermanos mayores.
Sonreí como respuesta porque no me fiaba, había algo raro, muchas risitas y codazos entre ellos.
- ¡Mira Luis!, el del coche de atrás es peor que tú, ¡menuda pota está echando!- dijo mi padre muy jocoso.
Silencio, más codazos y carcajadas ahogadas.
Mi madre, con cara de sabueso, se volteó para descubrir que Luis no estaba en el coche, pero sí otro niño. Tiró del freno de mano con tal fuerza que casi nos descoyuntamos los seis, salió del coche pegando gritos y sacó de un empujón al falso Luis, quien, con mucho miedo, señaló el coche de detrás, del que ya estaba saliendo mi hermano.
La travesura, idea de los adolescentes en pleno ligoteo de carretera, les costó meses de castigo, pero yo fui congraciada con la prerrogativa de viajar siempre del lado de la ventanilla.
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