Era una noche fría de invierno, pero perfecta para conducir. Madrid quedaba atrás. En mi coche nuevo, cargado de pasajeros y maletas, muchas maletas, cualquiera pensaría que mi novia se mudaba. Nos trasladábamos rumbo a Murcia. En esta ocasión mi pareja y yo nos habíamos inventado un juego antes de partir: nadie debía saber que nos conocíamos. Compartíamos el viaje con otros dos pasajeros.
El viaje iba tranquilo hasta que faltando poco, pillamos un atasco, en la distancia, vimos las luces azules de un gigantesco control policial. Parecía un festival. No había escapatoria. Al menos diez coches estaban detenidos en batería en el arcén, rodeados de agentes revisando vehículos y obligándonos a frenar con cadenas de pinchos.
—¡Vaya feria la que tienen montada! —comentó uno de los pasajeros de atrás, con ironía.
Atónitos hasta que aparqué, un agente con gesto serio, se acercó para cantarnos su canción.
—Documentación, por favor…
Mientras entregaba los papeles el frío se colaba en el coche, como queriendo viajar también. Mi «desconocida» compañera, en su papel, no dijo nada. El agente miró las maletas apiladas en el asiento trasero, levantó una ceja y preguntó:
—¿Esas maletas son suyas?
—De la señorita —respondí nervioso y con mala cara pensando «¿Pero qué le importa…?»
Nos pidieron bajar a todos. En mitad de la autovía, rodeados de luces intermitentes y agentes revisando cada maleta como si buscaran un tesoro que nos condenase. Admitimos que era un BlaBlaCar. Pero mi pareja y yo mantuvimos nuestro juego, evitando mirarnos demasiado. Uno de mis pasajeros ante tan imponente escena no se quedó callado:
—Esto parece una feria de luces… solo falta la tómbola.
Aguantándonos las risas el frío se intensificaba. Nos tuvieron allí más de media hora, entre tiritones de frío, miradas cruzadas, suspiros y risas nerviosas. Se respiraba tensión. Por suerte no revisaron el espacio de la rueda de repuesto, donde escondimos más equipaje.
Finalmente, al ver tanta maleta los agentes se dieron por vencidos y nos dejaron seguir. Volvimos al coche, congelados pero manteniendo el juego. El silencio reinó durante los primeros kilómetros hasta que mi pareja rompió el hielo:
—Al menos dejaron de revisar cuando llegaron a las bragas.
Todos estallamos en carcajadas. Aunque sabíamos que pasamos por una situación inevitable seguimos el trayecto con esa sensación de que reímos por no llorar. Al llegar a Murcia, por cierto bastante tarde, éramos casi amigos, aunque mis pasajeros nunca supieron que mi “desconocida” pasajera era algo más que eso.
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