Llegué la segunda al punto de encuentro, con una maleta y mi torpeza en esto de viajar y congeniar. Siempre había sido de autobús de línea, donde el inconveniente mayor era que el compañero de asiento se apoderara de tu espacio vital y le cogieras una tirria exagerada.

El conductor, un cincuentón con buena planta llamado Fernando, se había adelantado al resto de pasajeros y se afanaba en organizar su equipaje para dejar hueco. Saludé y me correspondió con una sonrisa mientras cogía mi maleta y la ajustaba en el maletero. A los pocos minutos llegó el tercero, Miguel, un muchacho delgado con cara de haber trasnochado, que confesó al aire por lo bajini, se dormiría en cuanto tomara asiento. Con Camille, una chica francesa que sólo pronunciaba correctamente en español «gracias», se completó el grupo.

Se me adjudicó el sitio preferencial del copiloto, no sé si por respeto a los años o porque en los asientos de atrás se planchaba mejor la oreja. Pero si yo había sido por unanimidad la predilecta para ocupar asiento, Miguel, ese que iba a echarse una siesta de tres horas, era el favorito de Fernando para iniciar la charla…  y continuarla y proseguirla. Hora y media de conversación enfática y animada. El tema : Arquitectura. Estudios que cursaban Miguel y la hija de Fernando. Aquello era un filón, una autentica mina de tecnicismos y conceptos  que se acabó, no por falta de material, sino porque había que parar. 

Ya pasaban las diez de la noche y ahí estábamos los cuatros, en una gasolinera, tomándonos un sándwich de los envasados y observando  los estiramientos de nuestro perfecto conductor, apoyado en su flamante BMW. Porque no lo he dicho; Fernando era profesor en la facultad de Ciencias del Deporte, y como dijo orgulloso, el deporte siempre iba con él.

De regreso a la carretera se dirigió a Camille. Aunque Fernando le preguntó algo en su idioma, ella no soltó palabra, el sonido detrás de sus auriculares la mantenía al margen del mundo. Desistió y entonces el turno corrió hacia mí. Cuando le contesté que trabajaba en un salón de belleza pensé de inmediato que sus nociones de peluquería serían escasa. Me equivocaba. Su cuñado, un estilista de moda en Malasaña, le mantenía al corriente de las últimas tendencias en coloración capilar y cortes de pelo… y de los problemas de varices.

Ocho años desde aquel viaje. Cero contacto. Pero Fernando sigue guardadito en mi agenda de teléfono.

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