Cuatro desconocidos se amontonaron en un pequeño coche, rumbo a un festival de música en la costa. Javier, el conductor, era un tipo tranquilo con una furgoneta destartalada pero con un alma rockera. Lucía, una chica extrovertida con un peinado extravagante, llevaba una mochila gigante llena de cosas inexplicables. Andrés, un chico tímido con gafas, parecía más interesado en su libro que en el viaje. Y por último, estaba Marina, una mujer de mediana edad con una risa contagiosa y un apetito voraz.
Desde el principio, el ambiente fue eléctrico. Lucía puso una playlist eufórica que hizo que todos se animaran a cantar a todo pulmón, aunque desafinaran bastante. Andrés, sorprendentemente, se unió al coro, olvidándose por completo de su libro. Marina, por su parte, no paraba de contar anécdotas divertidas de sus viajes.
A mitad de camino, se quedaron sin gasolina en medio de la nada. Javier, con una calma sorprendente, sacó una guitarra de debajo del asiento y empezó a tocar una versión acústica de una canción de los Beatles. Los demás se pusieron a cantar y a bailar, creando una atmósfera surrealista en medio de un descampado.
Un camión cisterna los rescató y pudieron continuar su viaje. Al llegar al festival, ya eran como una familia. Bailaron bajo la lluvia, compartieron comida y se prometieron mantenerse en contacto.
El viaje compartido en coche había sido mucho más que un simple traslado. Había sido una aventura llena de risas, música y nuevos amigos. Y aunque cada uno volvería a su vida cotidiana, siempre llevarían consigo el recuerdo de aquel viaje inolvidable.
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