Decidimos visitar la casa de la familia Clutter, la de A sangre fría. El viaje en coche sería largo: 27 horas no se hacen de una vez, y menos con dos niños de 8 y 10 años. Planeamos conducir de día y detenernos en alguna ciudad antes del anochecer.
Durante el semestre habíamos leído la novela de Capote. Cuando propuse ir a Holcomb, en Kansas, mi mujer y los chicos aceptaron sin dudar. Sería nuestra aventura de verano.
El viaje nos tomó cuatro días. Al llegar, Holcomb parecía un pueblo fantasma. Poco había cambiado en cincuenta años. La vieja casa de los Clutter pertenecía a otra familia. Mi secretaria los había contactado, pero pedían demasiado por dejarnos tomar fotos. No acepté.
Nos detuvimos al borde del camino que atravesaba el campo de trigo. La casa, a lo lejos, parecía cargar con el peso de lo que allí sucedió. Tomé fotos con el teleobjetivo y seguí un sendero pedregoso para verla desde otro ángulo. Mi hijo menor vio un camino que llevaba directo al patio. Avancé hacia la casa mientras mi mujer sacaba fotos desde el copiloto. Los niños reían en el asiento trasero.
El polvo se levantaba a nuestro paso. Un perro viejo dormía bajo el único árbol. Llegamos hasta la puerta trasera, la misma por donde entraron Hickock y Smith aquella noche. Hice girar el coche y entonces mi hijo mayor gritó: un camión pickup venía hacia nosotros por el camino principal, rápido. Subimos las ventanillas. Aceleré por el sendero por donde habíamos entrado. El camión se acercaba a la casa, mientras nosotros huíamos en dirección contraria. Pensé en lo fácil que es encontrar un disparo en esos pueblos.
Conduje a toda velocidad hasta salir de Holcomb. Al incorporarnos a la carretera, una patrulla nos hizo señas para que nos detuviéramos.
—¿De Florida? —preguntó el oficial—. ¿Qué hacen tan lejos?
Le conté que habíamos venido a ver la casa de los Clutter. Le dije que era periodista y hacía un reportaje. Pareció complacido. Volvió a su patrulla, pero regresó con una multa por exceso de velocidad. Nos dio las instrucciones para pagar y nos deseó buen viaje.
El regreso fue más largo y divertido. Pero lo que más recuerdan mis hijos no son los museos ni las ciudades; es la nube de polvo y ese camión que, por un momento, pareció que no nos dejaría salir de allí.
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