Me está esperando en el sitio convenido. Cerca hay un templo, me había indicado en el mensaje. Nos saludamos cortésmente. Soy Ángeles, dice con una gran sonrisa tendiéndome la mano, y se extraña un poco al verme viajar sin equipaje. No me hace falta, le he explicado. Es de noche, hace frío, montamos en el coche y nos ponemos en marcha. En el asiento del copiloto va un hombre, que me es presentado como su compañero o algo así. Apenas se distinguen nuestros rostros. Soy el único viajero invitado. El vaho cubre las ventanas. Surgen un par de conversaciones, acerca de la música country, acerca de los lugares que se empiezan a habilitar como parkings para los viajes compartidos.

Poco a poco se va haciendo el silencio y me adormezco, acurrucado sobre la calidez que me envuelve. En esos despertares brumosos del trayecto veo que ha cambiado el conductor, es el hombre quien ahora conduce, y yo vuelvo a caer en el sesteo. En la distancia adormilada y lejana creo escuchar o recordar lamentos o susurros, algo precipitado, mas apenas presto atención. Se mantiene la noche y me parece vislumbrar que es otra mujer distinta quien se encuentra al volante. Y en el oscilar cíclico y constante que se desliza de vigilia a consciencia, de consciencia a vigilia, percibo más adelante que han vuelto a cambiar de conductor. Esta vez es un hombre joven. Luego otra mujer, de pelo largo. Siempre alguien les acompaña en el otro asiento delantero. Pero mi sueño es más intenso, más profundo, más denso, y les pierdo de vista. Hasta que de nuevo entreveo otro alguien diferente conduciendo. He olvidado dónde voy. Parece que está amaneciendo. No sé tampoco adónde me llevan, pero siento que es algo que ya no me preocupará en absoluto.

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