Una parada en Trasmoz

Una parada en Trasmoz

Me tocó ir en la parte trasera, justo detrás de Sergio, el conductor. A mi lado se encontraba una enorme caja blindada. Íbamos solos, pero me pidió que, por favor, me sentara en el asiento de atrás, dejando el espacio del copiloto libre. No parecía un hombre muy hablador, así que me resigné a usar los auriculares para escuchar algún podcast durante las dos horas que nos aguardaban.

No obstante, justo cuando había decidido qué escuchar, algo me llamó la atención. Por encima de la voz del narrador del podcast, me pareció que Sergio decía algo. Pausé entonces la reproducción, intentando entender si se estaba dirigiendo a mí. ¿A quién más, si no?

– Calma, mi vida, pronto llegaremos y, con las ofrendas que llevamos, Dorotea te devolverá tu cuerpo – murmuraba Sergio con preocupación.

Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Me había tocado un loco esta vez? De los cientos de viajes que he hecho en Blablacar hasta Zaragoza, algún día tenía que pasar. “¿Qué ofrendas?” pensé, tanteando los delirios del conductor para buscar algún sentido a esa conversación.

– ¡Vaya! Creía que estabas dormida… – respondió Sergio con un tono nervioso – Mmm… estoy escribiendo una obra y a veces cito mis ideas en voz alta. No me tomes por un loco, jajaja. Por cierto, si no te importa, debo parar en Trasmoz para entregar esa caja de atrás a una amiga. Así aprovechamos y estiramos un poco las piernas – añadió, mirándome a través del retrovisor. Yo asentí tensa y monosilábica.

Mientras atravesábamos la provincia de Aragón, miré de reojo el espejo retrovisor derecho. Casi me dio un vuelco el corazón al ver el reflejo de una mujer pálida, con los labios perfilados de un rojo más oscuro que la sangre.

– ¡Imbécil! La niña me va a ver y aún quedan kilómetros para llegar. Más te vale que no se escape al bajarnos, Sergio, o nos quedamos sin sacrificio – susurraba una voz femenina que parecía salir de la nada. En el espejo noté como los labios rojos se separaban, mostrando una boca desdentada. 

Me estremecí y empecé a sudar.

– ¡Soltadme ahora o llamo a la policía! – grité mientas Sergio detenía suavemente el coche en medio de la autovía.

– ¡Señorita! ¿Lucía? ¡Hemos llegado! – La voz de Sergio resonó como desde otra dimensión. Abrí los ojos, desconcertada.

– Espera, le ayudo con la maleta, dormilona… 

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