Sucedió en un coche, rumbo a casa, de donde nunca debí haberme ido. Era de noche, la luna y los faros de aquel coche compartido, eran la única luz que se atrevía a penetrar la inexorable oscuridad de la noche. Miré por mi ventanilla, intenté ver más allá de la oscuridad, no pude ver nada, o tal vez, no quise ver nada. Me esforcé, Dios sabe cuánto, pero fracasé. Me dolían los ojos y aunque no quería, pensé en cerrarlos. <<Llevas mucho tiempo viajando, te mereces un descanso>> pensé. Cuando me disponía a cerrarlos una voz me detuvo.
-Pronto llegaremos, no te duermas, ahora no.
Era una voz armoniosa y aterciopelada, provenía del conductor, intenté ver su rostro, pero la oscuridad no me dejó, daba igual. Sentí que tenía que hacer caso a aquella persona que intentaba llevarme a casa. Dejé que la oscuridad me atravesara, nunca hubo otra forma de librarse de ella, aunque doliese, aunque pensara que lo mejor era cerrar los ojos, aunque me quedaba sin fuerzas, no los cerré. Al cabo de unas horas, mis ojos lloraban, no de dolor sino de felicidad. La ventanilla del coche estaba marcada por un gran rayo de luz, noté el calor del sol en mi rostro y me olvidé del frío de la noche. Por la ventana pude ver las maravillas del día. En un principio, me asusté al pensar que en algún momento podía volver a anochecer de nuevo y la oscuridad volvería, pero daba igual, era de día y volvía a casa, y eso era lo que importaba.
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