El trayecto iba tranquilo hasta que nos detuvimos para recoger al último pasajero. Yo no sabía que era él. Cuando lo vi, algo caliente se me trepó al rostro y un cosquilleo incómodo se apoderó de mi abdomen. 

―Iba a venir mi hija ―se disculpó el doctor mostrando las palmas de las manos―, pero cambió de planes.

Los otros dos sonrieron. Clavé la vista en la ventanilla opuesta a la del doctor. El conductor pasó los próximos minutos gastando bromas trilladas e intentando romper el hielo que, me imagino, era evidente desde el retrovisor. La mujer en el asiento contiguo al del chofer reía de las bromas con exageración. Eché una mirada de reojo a Harmendia, se comprimía en contra de su puerta al igual que yo en contra de la mía. Era una suerte que las trabas de seguridad fueran efectivas, de lo contrario en una curva podíamos salir volando. Aunque, según qué curva, la inercia lo arroja a uno a un lado o al otro; lo comprobé en el momento en que el conductor esquivó una motocicleta que surgió de la nada y terminé aplastada contra el doctor.

―¿Estás bien? ―Me sujetó.

Asentí. Sostuve un instante su mirada, luego arrojé la vista hacia mis rodillas. Mi cuerpo temblaba ante su contacto. Cuando me estrechó la mano en el consultorio, la primera vez, creí que era por miedo. Entonces me indicó un examen y reparé en su escritura. Es un vicio que tenemos los grafólogos, analizamos la letra a todo el mundo. Para la segunda ocasión sabía que trataba con un sujeto dispuesto, responsable, protector, inflexible y sumamente sincero, rasgos que iban a contrapelo de un inadvertido sentimiento de inferioridad laboral. La sinceridad que brotaba de él me indujo a asaltarlo a preguntas, a interrumpirlo, a dejar de decirle usted. Mi confianza lo ofendió de una forma en que no se  había ofendido un médico antes. Algo defensivo ebullió en su voz y me ruborizó. Sus ojos brillaban tan intensos y oscilaban tan desnudos que me intimidaron. 

No había sido mi intención ofenderlo.  ¿Cuántos años tenía? ¿Quince…? ¿Veinte más que yo? ¿Qué estaba sintiendo cuando me atrajo para besarme en la mejilla en lugar de despedirse con un apretón de manos? 

No regresé para averiguarlo. Sin embargo, en el coche compartido me fue imposible evadirme. Él deslizó sus manos por mis brazos hasta entrelazar sus dedos con los míos y yo sentí cómo su cuerpo se volvía  mi caparazón. Una inesperada comodidad me retuvo en sus brazos. 

Después nos despedimos en paz. Algunas personas se disculpan con la piel.

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