Joaquín y Bernardo habían sido inseparables desde la infancia. Casados, con hijos, mantenían viva su amistad a través de anécdotas y risas de aquellos años dorados. Cada año, esperaban con emoción la reunión de antiguos compañeros, donde revivían historias que habían tejido juntos. Este año, el viaje en blablacar a la fiesta prometía ser una gran aventura.
La fiesta fue inolvidable. Risas y relatos se entrelazaban en un ambiente de camaradería. La noche se despidió con abrazos y promesas de volver juntos el próximo año. Mientras esperaban el semáforo en verde para cruzar la calle, los recuerdos de sus travesuras infantiles brotaban entre ellos. Pero el destino les tenía otro plan.
Un coche a toda velocidad irrumpió de repente. La luz del encuentro se tornó en oscuridad. Joaquín despertó en un hospital, confuso y aturdido. La luz blanca le envolvía, y su cuerpo parecía un extraño. Al girar su cabeza, vio con alivio que la enfermera lo atendía. Justo antes de preguntarle por su amigo, la cortina se apartó y allí estaba Bernardo, inmóvil entre cables y pantallas.
Pasaron días donde Joaquín solo podía comunicarse a través de sus pensamientos. Había instantes de desesperación, pero también de esperanza. Cada despertar era un nuevo capítulo en su pesadilla compartida. Finalmente, Bernardo comenzó a mostrar signos de vida; podía mover la cabeza y, con esfuerzo, hablar. La conexión que habían tenido desde pequeños se renovó en aquellas paredes frías.
Días se convirtieron en semanas, entre juegos de adivinanzas y recuerdos. Joaquín vivía a través de las descripciones de Bernardo, quien le contaba cómo la vida afuera seguía su curso, con cada estación trayendo su propia belleza. Pero el tiempo fue implacable y, con cada día que pasaba, el estado de Bernardo se deterioraba.
Joaquín se dio cuenta de que lo que era un viaje de esperanza se transformó en una agonía silenciosa. La vida de su amigo se desvanecía y, egoístamente, deseaba que su sufrimiento terminara. Un día, tras una crisis, le informaron que lo mudarían, al lado de la ventana. Su corazón se llenó de anticipación.
Sin embargo, cuando finalmente fue al lado de la ventana, sólo encontró un viejo muro de cemento, un recordatorio de que la vida, a veces, no ofrece lo que uno espera. Bernardo había partido, y el único paisaje que Joaquín podía contemplar era la colisión de sus sueños rotos contra la cruda realidad.
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