Subí al coche compartido como cualquier otro día. María, la conductora, sonreía como si ya nos conociera de toda la vida, aunque era la primera vez que nos veíamos. En los primeros veinte minutos, hablamos de todo un poco. Javier, el tipo serio que iba de copiloto, apenas dijo una palabra, y en el asiento trasero, a mi lado, una pareja joven susurraba algo, como si intentaran esconder una discusión.

El viaje transcurría tranquilo hasta que llegamos al kilómetro 143. Fue ahí cuando algo extraño ocurrió. La luz del día cambió de golpe, como si las nubes se hubieran tragado al sol, aunque el cielo seguía despejado. María, sin decir nada, giró el volante y nos desvió por un camino de tierra que ninguno de nosotros había notado antes.

«¿Qué estás haciendo?», pregunté, algo inquieto.

«Tranquilo, quiero mostraros algo», dijo María. Su voz sonaba serena, pero había algo en sus ojos, un brillo extraño que no supe interpretar.

Sin protestar —quizás por la curiosidad o por una extraña calma— seguimos avanzando por aquel camino polvoriento. Tras unos minutos, llegamos a una ermita en ruinas. Las paredes estaban cubiertas de enredaderas, y una bruma flotaba alrededor. María aparcó el coche y salió sin decir más. Lo extraño fue que ninguno de nosotros dudó en seguirla.

“Siempre quise volver aquí”, dijo mientras nos guiaba hacia una de las paredes. “Este lugar tiene algo especial.”

Nos acercamos y notamos algo inquietante: las paredes estaban cubiertas de nombres, miles de ellos. Algunos apenas visibles, otros frescos. Entre ellos, estaban nuestros nombres: el mío, el de Javier, el de la pareja… y el de María.

«¿Cómo…?», susurró la chica, retrocediendo.

María solo sonrió de nuevo, pero no dijo nada más.

Un viento suave comenzó a rodearnos, y por un momento, sentí que el tiempo se detenía. Las ramas bailaban, y un murmullo en el aire parecía hablar en un idioma antiguo.

“Es el rastro de quienes viven”, dijo Javier por primera vez. Su voz, tranquila, parecía parte del paisaje, como si siempre hubiera pertenecido allí.

Volvimos al coche en silencio. Mientras nos alejábamos, la ermita se desvanecía en el retrovisor, como si nunca hubiera existido. La pareja dejó de discutir, y Javier comenzó a contar historias de lugares que todos recordábamos, aunque nunca habíamos oído hablar de ellos.

Al llegar, nadie dijo adiós. Nos miramos y supe que ese no sería nuestro último viaje juntos.

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